Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 25 de diciembre de 2016

Libro " La Gran Brecha" Nobel de Economía Joseph Stiglitz. FINAL

Por Joseph Stiglizt



ESCASEZ EN UNA ERA DE ABUNDANCIA[53*]

A lo largo y ancho del mundo, las protestas contra los precios desorbitados de los alimentos y de los combustibles van a más. Los pobres —y hasta las clases medias— están viendo cómo sus ingresos son exprimidos a medida que la economía mundial entra en una fase de desaceleración. Los políticos quieren responder a las legítimas inquietudes de sus electores, pero no saben qué hacer.


En Estados Unidos, tanto Hillary Clinton como John McCain optaron por la salida fácil y apoyaron la suspensión del impuesto sobre la gasolina, al menos mientras durase el verano. Sólo Barack Obama se mantuvo firme y rechazó la propuesta, que no habría hecho sino incrementar la demanda de gasolina, y por consiguiente habría anulado el efecto de la rebaja fiscal.


No obstante, si Clinton y McCain estaban equivocados, ¿qué era lo que deberían de haber hecho? No se puede dar la espalda sin más a las súplicas de quienes están sufriendo. En Estados Unidos, los ingresos reales de las clases medias no han vuelto aún a los niveles alcanzados antes de la última recesión, que tuvo lugar en 1991. Cuando George Bush fue elegido, declaró que las rebajas fiscales para los ricos curarían todos los males de la economía. Los beneficios del crecimiento basado en esas rebajas irían goteando hasta llegar a todo el mundo (se trata de políticas que se han puesto de moda en Europa y en otras partes, pero que han fracasado). Se suponía que las rebajas fiscales iban a estimular el ahorro, pero en Estados Unidos el ahorro familiar ha caído en picado hasta tocar fondo. También se suponía que iban a estimular el empleo, pero la participación en la población activa es menor que durante la década de 1990. El poco crecimiento que se produjo benefició sólo a unos pocos. La productividad aumentó durante algún tiempo, pero no fue gracias a las innovaciones financieras de Wall Street. Los productos financieros que se crearon no lidiaban con los riesgos, sino que los aumentaban. Eran tan opacos y complejos que ni Wall Street ni las agencias de calificaciones podían evaluarlos como es debido. Entretanto, el sector financiero fue incapaz de crear productos que ayudasen a la gente normal y corriente a afrontar los riesgos que corrían, incluido el riesgo de ser propietario de una vivienda. Es probable que millones de estadounidenses pierdan sus hogares, y con ellos los ahorros de toda una vida.


En el meollo del éxito de Estados Unidos está la tecnología, representada por Silicon Valley. La ironía está en que no fueron los científicos responsables de los avances que permiten un crecimiento basado en la tecnología (ni las empresas de capital riesgo que los financian) quienes cosecharon las máximas ganancias en el momento de apogeo de la burbuja inmobiliaria. Estas inversiones reales quedan eclipsadas por los juegos con los que han estado ocupándose la mayoría de los participantes en los mercados financieros.


El mundo necesita reconsiderar las fuentes de crecimiento. Si los fundamentos del crecimiento económico residen en los avances científicos y tecnológicos, no en la especulación o los mercados financieros, entonces hay que reorganizar los sistemas fiscales. ¿Por qué gravar a quienes obtienen sus ingresos apostando en los casinos de Wall Street con unos tipos inferiores a los que pagan quienes obtienen su dinero de otras formas? Las ganancias de capital deberían gravarse con tipos al menos igual de elevados que los ingresos ordinarios. (Esas ganancias, en cualquier caso, tendrán un rendimiento considerable, porque la tributación no se impone hasta que no se haya realizado la ganancia). Por añadidura, debería existir un impuesto sobre las ganancias extraordinarias de las empresas petrolíferas y de gas.


En vista del inmenso incremento de la desigualdad que se ha producido en la mayoría de países, para ayudar a quienes han perdido terreno a raíz de la globalización y el cambio tecnológico se impone una tributación más elevada para aquellos a los que les ha ido bien, lo que también podría aliviar la presión que acarrean los precios desorbitados de los alimentos y los combustibles. Países como Estados Unidos, que poseen programas de vales de comida, necesitan claramente aumentar el valor de estos subsidios para garantizar que las pautas alimentarias no se deterioren. Los países que carecen de este tipo de programas deberían ir pensando en instituirlos.


Dos factores desencadenaron la crisis actual: la guerra de Irak contribuyó al incremento del precio del petróleo, debido entre otras cosas al aumento de la inestabilidad en Oriente Medio, el suministrador de petróleo de bajo coste, y al mismo tiempo los biocombustibles han supuesto que los mercados energéticos y alimentarios estén cada vez más integrados. Si bien el énfasis en las fuentes de energías renovables es bienvenido, las políticas que distorsionan la oferta alimentaria no lo son. Las subvenciones estadounidenses al etanol que se obtiene del maíz contribuyen más a las arcas de los productores de etanol que a frenar el calentamiento global. Las inmensas subvenciones agrícolas de Estados Unidos y de la Unión Europea han perjudicado a la agricultura de los países en vías de desarrollo, donde se dedicó insuficiente ayuda internacional a mejorar la productividad agrícola. Las ayudas para el desarrollo destinadas a la agricultura han bajado de su máximo histórico (17 por ciento del total) a sólo un 3 por ciento en la actualidad, y algunos donantes internacionales han exigido que se eliminen las subvenciones para la adquisición de abonos, cosa que dificultaría aún más la competencia por parte de unos agricultores desprovistos de dinero.


Los países ricos han de reducir, cuando no eliminar, sus políticas agrícolas y energéticas distorsionantes, y ayudar a quienes viven en los países más pobres a mejorar su capacidad de producir alimentos. Ahora bien, esto no es más que el comienzo: hemos tratado nuestros recursos más valiosos —el aire y el agua limpios— como si fueran gratuitos. Sólo nuevas pautas de consumo y de producción —un nuevo modelo económico— podrán abordar el problema fundamental de los recursos.

PARA CRECER, GIRE A LA IZQUIERDA[54*]

Tanto la derecha como la izquierda dicen estar a favor del crecimiento económico. Entonces, ¿deberían los votantes que intentan decidir entre los dos considerar la opción entre ambos como una simple cuestión de escoger entre un equipo de gestión u otro?


¡Ojalá fuera tan sencillo! Parte del problema tiene que ver con el papel que desempeña la suerte. En la década de 1990, la economía estadounidense tuvo la fortuna de contar con bajos precios energéticos, un ritmo de innovación elevado y una China que ofrecía bienes de calidad a precios cada vez más reducidos, todo lo cual se confabuló para generar baja inflación y crecimiento rápido.


No hay gran cosa que agradecerles al respecto al presidente Clinton y al entonces presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, aunque sin duda una mala política podría haber echado las cosas a perder. En cambio, los problemas a los que nos enfrentamos en la actualidad —precios energéticos y alimentarios elevados y un sistema financiero en vías de desmoronarse— han sido provocados en no poca medida por malas políticas.


Existen, ciertamente, grandes diferencias en las estrategias de crecimiento, lo que convierte en harto probables las diferencias en los resultados. La primera diferencia tiene que ver con la forma en que se concibe el propio crecimiento. El crecimiento no sólo es cuestión de aumento del PIB. Tiene que ser sostenible: el crecimiento basado en la degradación medioambiental, un exceso de consumo financiado mediante endeudamiento o la explotación de unos recursos naturales escasos, sin reinvertir los beneficios, no es sostenible.


El crecimiento también ha de ser inclusivo; ha de beneficiar a una mayoría de los ciudadanos. La teoría económica del goteo es falsa: un aumento del PIB puede, de hecho, dejar peor parada a la mayor parte de la ciudadanía. El crecimiento de Estados Unidos en años recientes no ha sido ni económicamente sostenible ni inclusivo. La mayoría de los estadounidenses están peor hoy que hace siete años.


Sin embargo, tiene que haber una compensación entre la desigualdad y el crecimiento. Los Gobiernos pueden contribuir al crecimiento fomentando la integración social. El recurso más valioso de un país son sus gentes, por lo que es fundamental que todo el mundo pueda hacer realidad sus expectativas, lo que exige que haya oportunidades educativas para todo el mundo. Una economía moderna también exige asumir riesgos. Los individuos están más dispuestos a correrlos si disponen de una buena red de seguridad. Si no, los ciudadanos pueden exigir que los protejan de la competencia extranjera. La protección social es más eficaz que el proteccionismo.


No promover la solidaridad social puede tener otros costes, uno de los cuales (y no el menor) son los gastos privados y públicos necesarios para defender la propiedad privada y encarcelar a los delincuentes. En Estados Unidos se estima que dentro de unos años habrá más gente trabajando en el sector de la seguridad que en el de la enseñanza. Un año en la cárcel puede llegar a costar más que un año en Harvard. El coste de encarcelar a dos millones de estadounidenses —una de las tasas per cápita más elevadas del mundo— debería considerarse como una sustracción del PIB, y sin embargo se contabiliza como una suma.


La segunda diferencia fundamental entre la derecha y la izquierda se refiere al papel del Estado en la promoción del desarrollo. La izquierda considera decisivo el papel del Estado a la hora de ofrecer infraestructuras y educación, desarrollar la tecnología e incluso actuar como empresario. El Estado sentó las bases de Internet y de las revoluciones biotecnológicas contemporáneas. Durante el siglo XIX, la investigación en las universidades estadounidenses subvencionadas por el Estado creó las bases de la revolución agraria. Después fue el Estado quien llevó estos avances a millones de agricultores estadounidenses. Los préstamos a las pequeñas empresas han sido cruciales no sólo a la hora de crear nuevas empresas, sino también industrias completamente nuevas.


La última diferencia quizá parezca extraña: ahora la izquierda comprende los mercados y el papel que pueden y deben desempeñar en la economía; la derecha, sobre todo en Estados Unidos, no. En realidad la nueva derecha, tipificada por la administración de Bush-Cheney, no es más que corporativismo viejo con trajes nuevos.


Esta gente no es liberal. Creen en un Estado fuerte con sólidos poderes ejecutivos, pero al servicio de la defensa de los intereses establecidos, y prestando escasa atención a los principios de mercado. La lista de ejemplos es larga, pero incluye subvenciones a grandes empresas agrícolas, aranceles para proteger a la industria del acero y, en los últimos tiempos, los megarrescates de Bear Stearns, Fannie Mae y Freddie Mac. Ahora bien, la incongruencia entre la retórica y la realidad se remonta a mucho tiempo atrás: el proteccionismo aumentó bajo Reagan, incluida la imposición de las llamadas restricciones voluntarias sobre las importaciones de automóviles japoneses.


En cambio, la nueva izquierda está intentando hacer que los mercados funcionen. Los mercados sin trabas no funcionan bien por sí solos, conclusión que corrobora la actual debacle financiera. Los defensores de los mercados reconocen que a veces estos fracasan, incluso estrepitosamente, pero sostienen no obstante que «se corrigen a sí mismos». Durante la crisis de 1929 se esgrimieron argumentos similares: el Gobierno no tenía que hacer nada, porque los mercados restablecerían a largo plazo el pleno empleo en la economía. No obstante, según la célebre expresión de John Maynard Keynes, a largo plazo estamos todos muertos.


Los mercados no se «corrigen a sí mismos» dentro de plazos relevantes. Ningún Gobierno puede quedarse cruzado de brazos sin hacer nada mientras el país se sume en la recesión o la depresión, ni siquiera cuando vienen causadas por la excesiva codicia de los banqueros o el cálculo erróneo de los riesgos por parte de los mercados de valores y las agencias de calificación. Ahora bien, si el Estado va a pagar las facturas de hospital de la economía, tendrá que actuar de manera que sea menos probable que haga falta hospitalizarla. El mantra de desregulación de la derecha fue sencillamente un error, y ahora estamos pagando el precio. Y ese precio —en términos de producción perdida— será elevado, quizá más de 1,5 billones de dólares sólo en Estados Unidos.


La derecha suele hacer remontar su linaje intelectual a Adam Smith, pero si bien este reconocía el poder de los mercados, también reconocía sus límites. Incluso en su época, las empresas descubrieron que podían aumentar los beneficios más fácilmente conspirando para subir los precios que generando productos innovadores de forma más eficiente. Hace falta una potente legislación antitrust.


Es fácil lanzar las campanas al vuelo. Por el momento, todo el mundo se siente eufórico. Impulsar el crecimiento sostenible es mucho más difícil. Hoy en día, a diferencia de la derecha, la izquierda tiene un programa coherente que no sólo ofrece un mayor crecimiento, sino también justicia social. Para los votantes, debería ser una elección sencilla.


EL ENIGMA DE LA INNOVACIÓN[55*]

A lo largo y ancho del mundo existe un enorme entusiasmo por la clase de innovación tecnológica simbolizada por Silicon Valley. Desde este punto de vista, la inventiva estadounidense representa nuestra auténtica ventaja competitiva, que otros se afanan en imitar. No obstante, ocurre algo desconcertante: cuesta detectar los beneficios de estas innovaciones en las estadísticas del PIB.


Lo que está sucediendo hoy es análogo a la evolución que tuvo lugar hace unas pocas décadas, a comienzos de la era de los ordenadores personales. En 1987, el economista Robert Snow —que fue galardonado con el premio Nobel por sus estudios pioneros sobre el crecimiento— se lamentaba: «La era de los ordenadores puede constatarse en todas partes salvo en las estadísticas de productividad». Esto tiene varias posibles explicaciones.


Puede ser que el PIB no exprese realmente las mejoras en el nivel de vida que las innovaciones de la era de los ordenadores están produciendo. O puede que esta innovación sea menos significativa de lo que creen sus entusiastas defensores. De hecho, hay algo de verdad en ambas perspectivas.


Recordemos cómo, hace unos pocos años, justo antes del colapso de Lehman Brothers, el sector financiero presumía de su carácter innovador. Dado que las instituciones financieras habían estado atrayendo a los jóvenes más brillantes y prometedores del mundo entero, apenas cabía esperar otra cosa. Sin embargo, si se miraban las cosas con más atención, iba quedando claro que la mayor parte de esa innovación versaba en torno a cómo encontrar mejores formas de timar a los demás, de manipular mercados sin que les pillasen (al menos durante mucho tiempo) y de explotar el poder de estos.


En aquella época, cuando los recursos fluían hacia aquel sector «innovador», el crecimiento del PIB fue notablemente inferior a lo que había sido antes. Incluso en los mejores momentos, no condujo a un aumento del nivel de vida (salvo para los banqueros) y acabó desembocando en la crisis de la que sólo ahora nos estamos recuperando. La contribución social neta de toda esa «innovación» había sido negativa.


De forma similar, la burbuja de las «puntocom» que precedió a aquella época estuvo marcada por la innovación: sitios web donde uno podía hacer pedidos de comida para perros y refrescos en línea. Al menos aquella época dejó un legado de motores de búsqueda eficientes y una infraestructura de fibra óptica. Sin embargo, no resulta fácil evaluar cómo afecta a nuestro nivel de vida el ahorro de tiempo que suponen las compras en línea, o el ahorro en costes que podría producir una mayor competencia (debido a la mayor facilidad para comparar precios en línea).


Hay dos cosas que deberían estar claras. En primer lugar, es posible que la rentabilidad de una innovación no sea un buen indicador de su contribución neta a nuestro nivel de vida. En una economía del tipo «el que no corre vuela», un innovador que cree un sitio web mejor para comprar comida para perros en línea y entregarla a domicilio quizá logre atraer a toda la gente que a lo largo y ancho del mundo utilice Internet para hacer comprar comida para perros, y obtendrá así enormes beneficios. Sin embargo, sin el servicio de entrega, gran parte de esos beneficios sencillamente habría ido a parar a otros. La contribución neta del sitio web al crecimiento económico podría en realidad ser más bien escasa.


Es más, si una innovación, como por ejemplo los cajeros automáticos en la banca, implica un aumento del desempleo, ningún aspecto del coste social —ni el sufrimiento de quienes se quedan en la calle ni el coste fiscal añadido de pagarles subsidios de desempleo— se reflejará en la rentabilidad de la empresa. Asimismo, nuestras formas de medir el PIB no reflejan los costes del incremento de la inseguridad que pueden experimentar los individuos cuando aumenta el riesgo de quedarse sin empleo. E igual de importante, a menudo tampoco refleja de manera precisa las mejorías en el bienestar social que resultan de la innovación.

En un mundo más sencillo, en el que la innovación simplemente supusiera reducir los costes de producción de, pongamos, un automóvil, sería más fácil evaluar el valor de una innovación. No obstante, cuando la innovación afecta a la calidad de un automóvil, la tarea se vuelve mucho más difícil. Y esto resulta aún más evidente en otros ámbitos: ¿cómo evaluar de manera precisa el hecho de que, debido a los progresos realizados en medicina, hoy en día las operaciones de corazón tienen más probabilidades de tener éxito que en el pasado, lo que supone un significativo aumento en la esperanza y la calidad de vida?

Aun así, uno no puede evitar la inquietante impresión de que, a largo plazo y a fin de cuentas, la contribución de las innovaciones tecnológicas recientes al aumento del nivel de vida podría ser considerablemente menor de lo que sostienen sus entusiastas defensores. Se ha invertido mucho esfuerzo intelectual en idear mejores formas de maximizar los presupuestos de publicidad y de marketing: por ejemplo, buscando clientes, sobre todo adinerados, que podrían llegar a adquirir el producto. Ahora bien, los niveles de vida podrían haber aumentado todavía más si todo este talento innovador se hubiera asignado a investigaciones más fundamentales, o incluso a ulteriores investigaciones aplicadas que pudieran haber desembocado en nuevos productos.


De acuerdo: el hecho de estar conectados unos con otros a través de Facebook o Twitter es valioso. Sin embargo, ¿cómo vamos a comparar estas innovaciones con otras como el láser, el transistor, la máquina de Turing y la cartografía del genoma humano, cada una de las cuales ha implicado una avalancha de productos de transformación?


Por supuesto, tenemos motivos para emitir un suspiro de alivio. Pese a que aún no sepamos qué proporción de las recientes innovaciones tecnológicas están contribuyendo a nuestro bienestar, al menos sabemos que han tenido un efecto positivo, cosa que no se puede decir de la oleada de innovaciones financieras que caracterizaron a la economía global antes de la crisis.

EPÍLOGO

Esta última parte del libro difiere de las demás. Se trata de una entrevista realizada por Cullen Murphy, mi editor en Vanity Fair, en la que respondo a una de las afirmaciones que hacen los conservadores, según la cual las personas adineradas son creadoras de empleo neto. De acuerdo con este punto de vista, quitarles dinero a los ricos —o incluso obligarlos a pagar la parte de impuestos que les corresponde— sería contraproducente. Los estadounidenses de a pie sufrirían. No se trata de otra cosa más que de una versión del siglo XXI de la teoría económica del goteo, que pretende defender las desigualdades sociales.


Mi punto de vista era que la teoría económica del goteo era completamente errónea. A lo largo y ancho del mundo abunda la creatividad y el talento empresarial también, siempre y cuando exista una demanda apropiada (y si se satisfacen otros requisitos previos, como el acceso al capital y una infraestructura adecuada). En esa perspectiva, los auténticos «creadores de empleo» son los consumidores; y el motivo por el que las economías estadounidense y europea no han estado creando empleo es que el estancamiento de los ingresos se traduce en el estancamiento de la demanda. Es más, mientras este libro está en prensa, en muchos países europeos los salarios están por debajo del nivel que tenían al comenzar la crisis, y como he señalado en reiteradas ocasiones, los ingresos de la familia estadounidense media son inferiores a los de hace un cuarto de siglo. No es de extrañar, por tanto, que la demanda se haya estancado.


Los redactores de Vanity Fair me hicieron otra pregunta que había oído con frecuencia mientras recorría el país: ¿cuándo fechamos ese incremento de la desigualdad? ¿Y a qué lo atribuimos? Mi respuesta se corresponde con lo que han descubierto otros estudiosos: aproximadamente a comienzos de la administración de Reagan. Si bien algunas de las acciones emprendidas por el presidente Reagan contribuyeron con casi toda certeza al incremento de la desigualdad —entre ellas unas modificaciones fiscales enormemente beneficiosas para los muy ricos— hay que adoptar una perspectiva más amplia, como hace Thomas Piketty en su libro: en muchos países avanzados, la desigualdad comenzó a aumentar en torno a la misma época. Las «reformas» integrantes del espíritu de la década de 1980 golpearon a un país tras otro. Estas reformas conllevaban no sólo la reducción de los tipos fiscales superiores sino también la liberalización de los mercados financieros.


Así pues, cerramos el libro repitiendo las temáticas con las que empezamos: nuestro nivel de desigualdad —los extremos a los que ha llegado y las formas que ha adoptado— no es inevitable; no es el resultado de las leyes inexorables de la economía o de la física: es el resultado de opciones y de decisiones políticas, que a su vez son el resultado de posiciones ideológicas. Hemos pagado un alto precio por esta desigualdad, y lo hemos acusado de manera muy intensa durante la década pasada, con la gestación de la crisis y sus secuelas. No obstante, es un precio que seguiremos pagando —y en cantidades cada vez mayores— en el futuro a menos que cambiemos las políticas que lo engendraron.


Entrevista: Joseph Stiglitz, sobre la mentira de que el 1 por ciento más rico impulsa la innovación y por qué la presidencia de Reagan fue el punto de inflexión para las desigualdades en Estados Unidos.[56*]

Cullen Murphy: Su nuevo libro, El precio de la desigualdad, abarca mucho tanto histórica como geográficamente: si echásemos una mirada sobre la historia de Estados Unidos, ¿qué periodo de esta le parece a usted más semejante al nuestro en términos de la falta de preocupación ante una creciente desigualdad?


Joseph Stiglitz: Son dos las épocas que se me vienen a la cabeza: la «Gilded Age» de finales del siglo XIX y la época de boom de la década de 1920. Ambas estuvieron marcadas por altos niveles de desigualdad y corrupción, que llegan a afectar incluso a los procesos políticos (como por ejemplo el tristemente célebre escándalo del Teapot Dome,[57*] que marcó el inicio de la década de 1920). Es más, hasta la segunda mitad de la década anterior, la desigualdad de ingresos nunca había alcanzado los niveles de los años veinte. Por supuesto, algunos de quienes acumularon sus fortunas en las dos épocas hicieron grandes contribuciones a nuestra sociedad: por ejemplo, los «magnates ladrones» cuando construyeron las vías férreas que transformaron el país, o James B. Duke, cuyo papel fue decisivo para llevar la electricidad a distintas partes del país. Ahora bien, las dos épocas también estuvieron marcadas por la especulación, la inestabilidad y los excesos.


Hay quien —como Edward Conard en su libro Unintended Consequences [«Consecuencias imprevistas»]— argumenta que la desigualdad extrema no sólo no es indicio de problemas graves, sino que en realidad es algo que habría que celebrar. Sin duda tendrá usted mucho que decir acerca de ese argumento. ¿Cuáles son sus defectos fundamentales?


Conard argumenta que una mayor desigualdad es algo bueno porque a medida que los ricos acumulan más dinero, lo invertirán y eso hará que mejore la economía. Además, su riqueza constituye la prueba palpable de sus contribuciones a la innovación. Como usted dice, ese punto de vista presenta tantos problemas que es difícil saber por dónde empezar. Permítame destacar tres de esos problemas.


Para empezar, se basa en la teoría de la economía del goteo, es decir, en la idea de que si a los de arriba les va bien, también le irá bien al resto de la sociedad. Ahora bien, las pruebas apuntan abrumadoramente en sentido contrario: en la actualidad los ingresos reales (ajustados para la inflación) de la mayoría de estadounidenses son inferiores a los de hace una década y media, en 1997.


En segundo lugar, se basa en la falacia de que la desigualdad es buena para el crecimiento económico; ahora bien, una vez más, los indicios apuntan abrumadoramente en sentido contrario. Se ha demostrado una y otra vez que la desigualdad retrasa el crecimiento económico y fomenta la inestabilidad. Se trata de descubrimientos basados en estudios convencionales. Incluso el Fondo Monetario Internacional, que no destaca por sus posturas radicales en materia económica, ha acabado por reconocer los efectos adversos de la desigualdad sobre el rendimiento económico.


Por último, no es cierto que los extremadamente ricos empleen su riqueza para correr riesgos que impulsen la innovación. Lo que hemos visto con toda claridad es que una forma mucho más habitual de emplear la riqueza es sacar provecho dedicándose a la captación de rentas. Cuando pequeños grupos de personas poseen una riqueza desproporcionada, utilizarán su poder para lograr que el Gobierno les otorgue un trato privilegiado. Algunas de las personas más ricas (históricamente, e incluso hoy en día) hicieron sus fortunas mediante prácticas monopolistas, impidiendo a otros competir con ellos en igualdad de condiciones. Ese comportamiento de captación de rentas es una forma espantosamente ineficaz de empleo de los recursos: los captadores de rentas no crean valor, sino que utilizan sus posiciones de privilegio en los mercados para acaparar porciones cada vez mayores del valor existente. Distorsionan la economía disminuyendo la eficiencia y el crecimiento económico.


Los verdaderos impulsores del crecimiento y la innovación son las empresas jóvenes y las pequeñas y medianas empresas, sobre todo en los ámbitos de la tecnología puntera, que suelen estar basadas en la investigación financiada por el Estado. Parte del problema actual que tiene Estados Unidos es que hay demasiada gente en la cima de la escala social que no quiere contribuir con la parte que les corresponde a estos «bienes públicos», y gran parte de esa gente paga unos impuestos que representan sólo una pequeña proporción de los que paga mucha gente mucho menos acomodada que ellos. De ahí que a nadie deba extrañarle que algunos de los estadounidenses más ricos estén vendiendo una fantasía económica según la cual su mayor enriquecimiento es beneficioso para todo el mundo.

Durante la «recuperación» de 2009-2010, el 1 por ciento superior de los actores económicos estadounidenses acaparó el 93 por ciento del crecimiento de los ingresos. No creo que Conard logre persuadir a los veintitrés millones de estadounidenses que querrían tener un empleo a tiempo completo pero no logran obtenerlo de que se consuelen pensando en eso.


Si tuviera usted que señalar una encrucijada en el camino donde emprendimos la senda hacia una desigualdad cada vez mayor, ¿dónde la situaría? ¿Y qué acontecimientos la precipitaron?


Sería difícil precisar un solo momento decisivo, pero está claro que la elección del presidente Ronald Reagan fue un punto de inflexión. En las décadas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial se produjo un crecimiento económico del que participó la mayor parte de la gente, y durante el cual a quienes estaban en la base de la pirámide social les fue proporcionalmente mejor que a quienes estaban en la cima. (También fue el periodo en que el crecimiento económico del país fue más rápido). Entre los acontecimientos que precipitaron el rumbo hacia una mayor desigualdad estuvo el comienzo de la desregulación del sector financiero y la disminución del carácter progresivo del sistema fiscal. La desregulación condujo a una financiarización excesiva de la economía, hasta el punto de que antes de la crisis el 40 por ciento de todos los beneficios empresariales iba a parar al sector financiero. Y el sector financiero ha estado marcado por extremos de indemnización en la cima, y ha obtenido sus beneficios explotando a quienes se encuentran en la parte intermedia e inferior de la escala social, por ejemplo, mediante préstamos predatorios y prácticas abusivas con las tarjetas de crédito. Los sucesores de Reagan, por desgracia, siguieron recorriendo el sendero de la desregulación. También continuaron y llevaron más allá la política de reducir los impuestos que pagaban quienes más tenían, hasta el punto de que hoy en día, el 1 por ciento más rico de estadounidenses paga sólo alrededor del 15 por ciento de sus ingresos en impuestos, muchísimo menos que quienes tienen unos ingresos más moderados.


Suele citarse la derrota de la huelga de los controladores aéreos por parte de Reagan como un punto crítico decisivo en el debilitamiento de los sindicatos, que es uno de los factores que explican por qué a los trabajadores les ha ido tan mal en décadas recientes. No obstante, también hubo otros factores. Reagan fomentó la liberalización del comercio, y parte del aumento de la desigualdad se debe a la globalización y a la sustitución de empleo semicualificado por nuevas tecnologías y trabajo subcontratado. Cabe atribuir a esto una parte del aumento de la desigualdad común tanto a Europa como a Estados Unidos. Ahora bien, lo que distingue a Estados Unidos es el asombroso crecimiento de los ingresos de los megarricos, sobre todo del 0,1 por ciento superior, que está a años luz de la mayor parte de Europa y se debe en parte al fervor desregulador de Reagan, sobre todo en el sector de las finanzas; en parte al incumplimiento de las leyes sobre la competencia; y en parte a la mayor disposición de Estados Unidos a aprovecharse de una legislación de gobernanza de las grandes empresas inadecuada.


A lo largo de su historia, Estados Unidos ha luchado contra la desigualdad. Ahora bien, con las políticas fiscales y las normativas que teníamos durante el periodo de posguerra estábamos en el buen camino para mejorar aquello en alguna medida. Las rebajas fiscales y la desregulación del periodo en que Reagan estuvo en el poder revirtieron esa tendencia. La disparidad de ingresos antes de impuestos y pagos de transferencias (asistencia entregada a los pobres, por ejemplo, mediante vales de comida) es mayor ahora, y como el Gobierno hace menos en beneficio de los pobres y favorece a los ricos, una vez deducidos los impuestos y los pagos de transferencias las desigualdades de ingresos son aún mayores.


Una de las actividades que critica usted es la captación de rentas. ¿Considera que la captación de rentas desempeñó un papel en el fiasco de J. P. Morgan?


Las enormes pérdidas de las que informó recientemente J. P. Morgan demuestran que no hemos puesto coto a los excesos de los bancos y que no hemos remediado los problemas que desembocaron en la crisis. Sigue habiendo falta de transparencia, préstamos predatorios y conducta temeraria, todo ello a la vez que los contribuyentes siguen estando en situación de riesgo. El hecho de que no se haya reformado el sector financiero es un claro síntoma de la captación de rentas. Hemos seguido con un sistema en el que se privatizan las ganancias y se socializan las pérdidas; en la práctica, los bancos han recibido subvenciones inmensas (a menudo ocultas).


La industria financiera ha empleado sus puertas giratorias con el Gobierno primero para debilitar las normativas que la constreñían; e incluso después de que hubiera quedado meridianamente claro que esas normativas eran inadecuadas, las ha empleado para impedir la aprobación de otras nuevas que sí lo fueran. Tenemos una estructura regulatoria deficiente como consecuencia de la captación de rentas. Los bancos utilizan su influencia para obtener un trato especial, rescates incluidos. Han constatado que si una pérdida los llevaba a la bancarrota, el contribuyente estadounidense estaba ahí para asistirlos con financiación barata (inyecciones directas, tipos de interés del cero por ciento, apoyos al mercado hipotecario, pago de las obligaciones de AIG y así sucesivamente). Así es cómo nos sacan rentas a todos los demás. Luego esas rentas se pagan como dividendos a los accionistas y en forma de «bonificaciones» a los directivos. Lo que indignó a tantos estadounidenses fue que quienes habían llevado a sus empresas al borde de la ruina siguieran recibiendo bonificaciones. E incluso cuando la Reserva Federal prestaba dinero a los bancos a casi el cero por ciento de interés, y estos podían ganar dinero fácil sencillamente invirtiendo en bonos del Estado a largo plazo, los banqueros recibieron bonificaciones igual que si sus beneficios hubieran sido el resultado del trabajo duro o de ser unos genios.


En su libro, ofrece usted numerosas opciones de política que en conjunto, y con el paso del tiempo, corregirían el problema de la desigualdad. Si pudiera usted apretar un botón y llevar a término sólo una de ellas, ¿cuál sería y por qué? Y si pudiera volver a apretar el botón, ¿cuál sería la segunda?


No existe panacea alguna, en parte porque la desigualdad estadounidense tiene muchísimas facetas: los extremos de ingresos y riqueza en la cima de la pirámide social, el encogimiento de la parte intermedia y el incremento de la pobreza en la base. Cada una tiene sus propias causas, y cada una requiere sus propios remedios.


Lo que más me perturba es que Estados Unidos haya dejado de ser la tierra de las oportunidades, y que las posibilidades de que los que se encuentran en la parte inferior lleguen a integrarse en la parte intermedia o en la cima son mucho menores todavía que en la vieja Europa; de hecho, las cosas están peor aquí que en cualquiera de los demás países industriales avanzados sobre los que existen datos. Esta falta de igualdad de oportunidades se plasma, a lo largo de los años, en una desigualdad cada vez mayor, y podría desembocar en la creación de una plutocracia hereditaria. De manera que para mí, el acto singular más importante sería garantizar una enseñanza de calidad para todos. Al mismo tiempo, esa enseñanza mejorada ayudaría a los estadounidenses a competir en un mercado global cada vez más competitivo.


Las políticas que propongo en El precio de la desigualdad se desprenden directamente de mi diagnóstico de las fuentes de la desigualdad: en la cúspide tenemos financiarización excesiva, abusos de la gobernanza corporativa que conducen a los presidentes de las empresas a llevarse una parte desproporcionada de los beneficios empresariales y captación de rentas; en la parte intermedia, debilitamiento de los sindicatos; en la base, discriminación y explotación. Crear buenas normativas financieras, mejores sistemas de gobernanza corporativa y leyes que pusieran coto a mayores discriminaciones y prácticas de préstamo predatorias son cosas que ayudarían. También vendrían bien reformas de la financiación de las campañas electorales y otras reformas políticas que pusieran coto a las posibilidades de captación de rentas por parte de quienes están en la cima de la pirámide social.

Todas estas medidas reducirían el alcance de la desigualdad en los ingresos previos a los impuestos. No obstante, una reducción en la desigualdad posterior a los impuestos es igual de importante. Un lugar sencillo por donde empezar es la propia fiscalidad: el sistema actual grava las ganancias de capital, que pueden ser beneficios procedentes de la especulación, con unos tipos mucho más bajos que los salarios. No sólo no existe ninguna buena razón para hacer eso, sino que tales políticas fiscales distorsionan la economía y aumentan la inestabilidad. Los ricos no deberían estar pagando una proporción más pequeña de sus ingresos en impuestos que la clase media, porque eso agrava la desigualdad, distorsiona más todavía nuestra vida política y dificulta aún más el restablecimiento de la salud fiscal del país. Además, ese incremento en los ingresos fiscales podría contribuir a financiar las necesarias inversiones públicas en infraestructura, enseñanza e investigación que volverán a encarrilar la economía y que, si estuvieran bien diseñadas, también aumentarían tanto la igualdad como la igualdad de oportunidades.


Sin duda habrá voces entre el 1 por ciento que proponen los mismos argumentos que usted sobre por qué la desigualdad es tan importante y por qué hay mucho en juego para los ricos en el bienestar de todo el mundo. ¿Quiénes son?


Hay muchos, entre otros George Soros y Warren Buffett. Centenares de ellos han firmado una petición coordinada por un grupo llamado Millonarios Patrióticos, que pretende subir los impuestos a los ricos, y que puede encontrarse en.patrioticmillionaires.org Comprenden que una comunidad desgarrada interiormente no puede perdurar; entienden que a largo plazo su propio bienestar y el de sus hijos depende de la existencia de una sociedad estadounidense cohesionada que invierta adecuadamente en educación, infraestructura y tecnología. Muchos de estos individuos han vivido el sueño americano, no heredaron la fortuna que poseen, y quieren que otros tengan las mismas oportunidades que tuvieron ellos. Ante todo, sospecho que creen apasionadamente en determinados valores —encarnados por el estilo de vida de Buffett— y les preocupa que en un Estados Unidos cada vez más dividido esos valores acaben convirtiéndose en rarezas cada vez más difíciles de encontrar. Como escribieron los Millonarios Patrióticos en su petición favorable a la regla de Buffett:[58*] «Nuestro país nos ha tratado bien. Nos proporcionó la base a partir de la cual triunfamos. Ahora queremos cumplir con la parte que nos toca para mantener sana esa base y que otros puedan triunfar del mismo modo que nosotros».

CRÉDITOS DE LOS TEXTOS


Gracias al New York Times por permitirnos incluir los siguientes artículos: «La desigualdad es una opción» [«Inequality Is a Choice»]; «La influencia de Martin Luther King en mis ideas económicas» [«How Dr. King Shaped My Work in Economics»]; «Igualdad de oportunidades, nuestro mito nacional» [«Equal Opportunity, Our National Myth»]; «La deuda de los estudiantes y el fin del sueño americano» [«Student Debt and the Crushing of the American Dream»]; «La única solución que queda para el problema de la vivienda: la refinanciación masiva de las hipotecas» [«The One Housing Solution Left: Mass Mortgage Refinancing»]; «Un sistema fiscal en contra del 99 por ciento» [«A Tax System Stacked against the 99 Percent»]; «La lección equivocada de la bancarrota de Detroit» [«The Wrong Lesson from Detroit’s Bankruptcy»]; «En nadie confiamos» [«In No One We Trust»]; «Por qué Janet Yellen, y no Larry Summers, debería dirigir la Reserva Federal» [«Why Janet Yellen, Not Larry Summers, Should Lead the Fed»]; «La demencia de nuestra política alimentaria» [«The Insanity of Our Food Policy»]; «Del lado malo de la globalización» [«On the Wrong Side of Globalization»]; «Cómo la propiedad industrial reafirma la desigualdad» [«How Intellectual Property Reinforces Inequality»]; «La desigualdad no es inevitable» [«Inequality is Not Inevitable»]; «Las lecciones de Singapur para un Estados Unidos desigual» [«Singapore’s Lessons for an Unequal America»]; «Japón es un modelo, no una fábula moralizante» [«Japan Is a Model, Not a Cautionary Tale»]; «La desigualdad está retrasando la recuperación» [«Inequality is Holding Back the Recovery»].

Gracias también a Project Syndicate for permitirnos incluir los siguientes artículos: «La desigualdad se globaliza» [«Inequality Goes Global», publicado originalmente como «Complacency in a Leaderless World»]; «La democracia en el siglo XXI» [«Democracy in the 21st Century»]; «Justicia para algunos» [«Justice for Some»]; «Las desigualdades y el niño estadounidense» [«Inequality and the American Child»]; «El ébola y la desigualdad» [«Ebola and Inequality»]; «El socialismo para ricos en Estados Unidos» [«America’s Socialism for the Rich»]; «La farsa del libre comercio» [«The Free-Trade Charade»]; «La patente prudencia de la decisión de la India» [«India’s Patently Wise Decision»]; «Las crisis después de la crisis» [«The Postcrisis Crises»]; «El milagro de Mauricio» [«The Mauritius Miracle»]; «La hoja de ruta de China» [«China’s Roadmap»]; «La reforma del equilibrio entre Estado y mercado en China» [«Reforming China’s State-Market Balance»]; «Medellín: una luz para las ciudades» [«Medellín: A Light Unto Cities»]; «Delirios estadounidenses en Oceanía» [«American Delusions Down Under»]; «Escasez en una era de abundancia» [«Scarcity in an Age of Plenty»; «Para crecer, gire a la izquierda»] [«Turn Left for Growth»]; «El enigma de la innovación» [«The Innovation Enigma»].

Gracias también a Vanity Fair por permitirnos incluir los siguientes artículos: «Las consecuencias económicas del señor Bush» [«The Economic Consequences of Mr. Bush»]; «Unos locos capitalistas» [«Capitalist Fools»]; «Del 1 por ciento, por el 1 por ciento, para el 1 por ciento» [«Of the 1 Percent, by the 1 Percent, for the 1 Percent»]; «El problema del 1 por ciento» [«The 1 Percent’s Problem»]; «El libro del empleo» [«The Book of Jobs»]; «Entrevista: Joseph Stiglitz, sobre la mentira de que el 1 por ciento más rico impulsa la innovación y por qué la presidencia de Reagan fue el punto de inflexión para las desigualdades en Estados Unidos» [«Q&A: Joseph Stiglitz on the Fallacy That the Top 1 Percent Drives Innovation, and Why the Reagan Administration Was America’s Inequality Turning Point»].

Por último, gracias a Critical Review por su permiso para incluir «Anatomía de un asesinato: ¿Quién destruyó la economía estadounidense?» [«The Anatomy of a Murder: Who Killed America’s Economy?»]; a TIME por «Cómo salir de la crisis financiera» [«How to Get Out of the Financial Crisis»]; al Washington Monthly por «El crecimiento lento y la desigualdad son decisiones políticas. Podemos escoger otra cosa» [«Slow Growth and Inequality are Political Choices. We Can Choose Otherwise»]; a Harper’s por «Capitalismo de pacotilla» [«Phony

Capitalism»]; a Politico por «El mito de la Edad de Oro de Estados Unidos» [«The Myth of America’s Golden Age»] y «Cómo volver a poner a trabajar a Estados Unidos» [«How to Put America Back to Work»]; a The Guardian por «La globalización no es una simple cuestión de beneficios; también es una cuestión fiscal» [«Globalization Isn’t Just about Profits. It’s about Taxes Too»]; a USA Today por «Falacias de la lógica de Romney» [«Fallacies of Romney’s Logic»]; al Washington Post por «Cómo ha contribuido la política a la gran brecha económica» [«How Policy Has Contributed to the Great Economic Divide»]; a Ethics and International Affairs por «Eliminar la desigualdad extrema: un objetivo de desarrollo sostenible, 2015-2030» [«Eliminating Extreme Inequality: A Sustainable Development Goal, 2015-2030»;Tokuma Shoten por «Japón debería estar alerta»] [«Japan Should Be Alert»]; al Herald por «Independencia escocesa».

JOSEPH EUGENE STIGLITZ (Gary, Indiana, 9 de febrero de 1943, EE. UU.) es economista y profesor.

Ha recibido la Medalla John Bates Clark (1979) y el Premio Nobel de Economía (2001). Es conocido por su visión crítica de la globalización, de los economistas de libre mercado (a quienes llama «fundamentalistas de libre mercado») y de algunas de las instituciones internacionales de crédito como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. En 2000, Stiglitz fundó la Iniciativa para el diálogo político, un centro de estudios (think tank) de desarrollo internacional con base en la Universidad de Columbia (EE. UU.) y desde 2005 dirige el Instituto Brooks para la Pobreza Mundial de la Universidad de Mánchester. Considerado generalmente como un economista de la Nueva Economía Keynesiana, Stiglitz fue durante el año 2008 el economista más citado en el mundo. En el 2012, ingresó como académico correspondiente en la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras de España.

FIN.

Industria con valores

Publicado el 25 diciembre, 2016 • 17:25 por Redacción Nacional



Foto: Joaquín Hernández Mena

Por Hugo Pons*

Fomentar y ampliar los destinos turísticos del país responde no solo a la necesidad de incrementar la capacidad de financiamiento proveniente de fuentes externas; también contribuye a elevar la satisfacción espiritual y material de aquella parte de la sociedad cubana que accede a esos destinos.

La cadena de valores en que se engarza la actividad productiva y de servicios gana en efectividad cuando los productos ayudan a garantizar el suministro y abastecimiento para sustituir importaciones y hacer sostenible el desarrollo.

Esa cadena debe apuntalar que el alojamiento hotelero, el turismo de naturaleza, las marinas y náuticas, así como la recreación, el desarrollo inmobiliario, el campismo popular y las entidades de apoyo a la actividad consoliden su aporte y logren todas, cada vez en mayor medida, contribuir al bienestar social.

Más aún, cuando esas se insertan en un sector de actividad que ha demostrado su capacidad de jalón para una parte importante de la economía cubana, con fuerza y vigor sostenibles. No solo en la generación de empleos e ingresos con economía de escala, sino por su fuerte impacto en la preservación de valores culturales y éticos que vienen de la identidad nacional y que debe apoyar, por tanto, a su traslado de generación en generación.

Así, la sostenibilidad no se circunscribe a ingresos monetarios, igualmente lo hace a la intangibilidad del conocimiento, que es más perdurable y extenso.

Desde esta óptica, nos acerca a un aspecto importante, urgente y necesario: la calidad. Sin ella, no son perdurables, ni alcanzables, ni sostenibles y sustentables los objetivos y ventajas de las capacidades creadas. Es imprescindible asegurar, para alcanzar el éxito, que las 10 dimensiones clave de la calidad se hagan realidad. 
  1. Seguridad: cero riesgos, cero peligros y cero dudas en el servicio. 
  2. Credibilidad: ambiente de confianza, veracidad y modestia. 
  3. Comunicación: buena información con lenguaje oral y corporal correcto.
  4. Comprensión: conocer qué se desea, cuándo lo desea y cómo lo desea. 
  5. Accesibilidad: excelente servicio requiere disponer de varias vías de contacto con el receptor.
  6. Cortesía: distensión, simpatía, respeto y amabilidad. 
  7. Capacidad de respuesta: ayudar a los clientes y proveerlos de un servicio rápido y oportuno. 
  8. Fiabilidad: capacidad de ejecutar el servicio de forma fiable. 
  9. Elementos tangibles: buenas condiciones de las instalaciones físicas y el equipamiento. 
  10. Capacidad de respuesta: ayudar proveyendo un servicio rápido y oportuno.

Es ahí donde el factor humano se desdobla en su condición de servir y ser servido.

*Doctor en Ciencias Económicas

Recuperar el espacio perdido

Publicado el 25 diciembre, 2016 • 16:28 por Redacción Nacional


Foto: Joaquín Hernández Mena

Por Dr. José Luis Perelló Cabrera*

Alentados por las favorables condiciones tras el anuncio en diciembre del 2014 del restablecimiento de las relaciones Cuba-Estados Unidos, millones de personas ponen su interés de modo creciente en nuestro archipiélago. En el actual año, unos 3 millones 938 mil viajeros foráneos habrán visitado el país, lo que representa un 12 % de crecimiento en relación con el 2015.

Sin dudas, el auge es grande. Desde la difusión en enero del 2015 de nuevas políticas para los viajes procedentes del Norte, y hasta noviembre del 2016, arribaron 7 millones 38 mil 704 visitantes internacionales, de los cuales 390 mil 793 son estadounidenses.

El hecho de que solo el 5,4 % de ese total represente a la nación norteña resulta demostrativo de que dicho crecimiento no está dado por emisiones desde ese territorio, sino por el efecto de empuje que originó en el mundo la reanudación de las relaciones precisamente entre Cuba y la patria de Lincoln.

Sin embargo, no se previó que un escenario así de llegadas pudiera darse, y menos en tan corto plazo, situación que se tornó difícil en tanto se requieren determinadas garantías de alojamiento, transporte, infraestructuras y bienes de consumo para responder a la demanda.

Convertido en la segunda fuente generadora de divisas del Estado cubano —los aportes superan los 2 mil millones—, al turismo no le queda otra opción que continuar desarrollándose como sector estratégico económico hacia el 2030.

Así lo corroboran la existencia de 27 empresas mixtas —13 de ellas ejecutando inversiones y operando en 15 hoteles—, de 78 contratos de administración con 17 cadenas hoteleras internacionales, que suman 39 mil 422 habitaciones, el 60,5 % de las existentes.

La activa gestión que con su cartera de oportunidades para la inversión extranjera despliega el Ministerio de Turismo, vislumbra un panorama futuro amplio, aunque aún dependiente del levantamiento de muchas restricciones que entorpecen su desempeño.

Las políticas estadounidenses hacia Cuba están en condiciones de prestar mucha más atención a la evolución de las reformas económicas y sus vías de inserción en la economía global.

En ese sentido, el Departamento del Tesoro, la Secretaría de Comercio de EE.UU. y sus agencias, deberían entender también los cambios progresivos de la economía cubana como beneficio de interés nacional, y su nuevo ejecutivo impulsar la revisión de los mandatos del Congreso, que faciliten una real normalización de las relaciones entre los dos países.

Suceda lo que suceda, la actividad turística nuestra transita ya hacia un modelo intensivo e inclusivo, que enfatiza en una correspondencia entre la diversificación de la oferta y la demanda, en una relación coherente con la identidad cultural nacional de los productos, tanto en su conjunto como en sus numerosos componentes de lo público y lo privado, incluyendo a la inversión extranjera.

Todo ello equivaldría a una nueva concepción de la llamada industria del ocio en términos de destino integral y no solo de un conjunto de productos aislados, poco o nada diferenciados.

En el proceso de actualización del modelo económico y social, tarea en curso, Cuba seguirá demostrando su habilidad estratégica y flexibilidad táctica, mientras convierte las crisis en oportunidades.

El turismo ha demostrado ser el sector que más puede favorecer un clima de normalización.

A la espera de que la nueva administración estadounidense elimine las restricciones que le impiden su desarrollo exitoso, el turismo seguirá con su impetuoso programa inversionista, confiando en la poderosa fuerza del reclamo de la comunidad internacional y del irresistible flujo de la historia, para recuperar el espacio perdido.

*Profesor de la Facultad de Turismo de la Universidad de La Habana.

Incongruencias ¿enlatadas?

Se dice y se repite y no es «matraca» de especialistas: Cuba requiere impulsar su desarrollo con encadenamientos productivos. Los desencuentros entre el campo y la industria, lamentables en la pasada campaña frutícola, vuelven a aguijonear esa exigencia


La cosecha de mango este año se concentró en un período muy corto. En unos 40 días hubo que enfrentar una campaña que normalmente se extiende por 80 días. Eso exigió una amplia capacidad de respuesta de la industria, la cual, en el caso nuestro, solo se tiene en cinco polos industriales del país.

Así ilustró Leonardo Martínez López, director de Industrias del Grupo Agrícola que atiende al Ministerio de la Agricultura, lo que puede significar un pico productivo de frutas para el país.

Leonardo Martínez López, director de Industrias del Grupo Agrícola. Foto: Raúl Pupo

El llamado mangazo puede tornarse un guayabazo y otros «azos» en distintos meses del año, cuando frutas, vegetales y viandas expresen su potencial productivo a plenitud. Esos volúmenes, sin un respaldo de la industria, pueden tirar literalmente a la basura cultivos, dilapidar recursos y malgastar esfuerzos.

Martínez López explicó que de la capacidad industrial que dispone el país para procesar frutas y vegetales, el Grupo Empresarial Agrícola posee cerca del 35 por ciento. Estas potencialidades se concentran en cinco industrias: el Combinado Victoria de Girón, de Jagüey Grande, en Matanzas; la industria de Ceballos, en Ciego de Ávila; la de Contramaestre, en Santiago de Cuba; la de Banes, en Holguín; una en el municipio especial Isla de la Juventud y recientemente se incorporó Citrus, en Pinar del Río.

Señaló que la de Jagüey es capaz de producir 340 toneladas diariamente, porque tiene una capacidad de procesar 20 toneladas por hora, mientras que la de Ceballos es menor: 200 toneladas por día, aunque crecerá el año venidero a 600 toneladas diarias cuando se le monte una nueva línea de producción.

Este año, refirió, nuestras industrias procesaron 8 200 toneladas de pulpa de mango. Y las provincias donde están enclavadas, al disponer de alta capacidad productiva, fueron menos afectadas por el llamado mangazo que se produjo.

El mango es solo un botón de prueba de los retos que impone a la industria el Programa de Frutales, que se consolida. Las plantas procesadoras no se detienen en todo el año, aseguró el directivo. Después de la campaña del mango viene la de la guayaba, y luego se incorporará el producto que más capacidad demanda: el tomate, que a diferencia del mango que con dos toneladas se produce una de pulpa, en su caso se requieren seis toneladas del producto para obtener una de pulpa.

Por estas razones, se dice y se repite, y no es «matraca» de especialistas: Cuba requiere impulsar su desarrollo con encadenamientos productivos. Los desencuentros entre el campo y la industria, lamentables en la pasada campaña frutícola, vuelven a aguijonear esa exigencia.

No es fortuito que el funcionario especifique que donde se han hecho inversiones no ha habido problemas con el procesamiento. El pico productivo de mango fue grande este año. Desde el 20 hasta el 30 de julio, Ceballos no pudo asimilar, por ejemplo, el mango que había en Arimao, en Cienfuegos, y hubo allí pérdida del frutal.

«Nosotros preparamos cada campaña agroindustrial con tiempo de antelación. Es una tradición que tenemos incorporada del antiguo Grupo Citrícola. Eso contempla la demanda de insumos, entre estos los tanques y bolsas, que se importan. Estos cinco combinados tienen una tecnología del Primer Mundo, y el envasado de estas pulpas es de modo aséptico. Con mayor velocidad, dan la posibilidad de envasar en formatos grandes y luego reprocesar u ofertar la mercancía a otras industrias».

Martínez señaló que además de estas cinco industrias el grupo empresarial tiene entre minindustrias y microindutrias 49 entidades que también procesan frutas. Durante 2015 y 2016 crecieron en cerca de 15 minindustrias, de ellas 11 de factura nacional, que fueron puestas a disposición del programa de las cooperativas de frutales. También adquirieron por importación dos minindustrias y tres les fueron otorgadas por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Informó también que antes del cierre de este año deben montar en la Isla de la Juventud una línea aséptica de 2,5 toneladas por hora para el envasado de pulpas de frutas y de tomate. Esta costó 1 800 000 dólares y deberá satisfacer el mercado interno, el de divisa y producir para la exportación.

«Hoy por hoy lo que más limita el desarrollo de la agroindustria son los envases, no nos cansaremos de decirlo. Son insuficientes los que se han contemplado para este propósito hasta el momento. Se necesita de un programa que dé respuesta a los crecimientos que hoy se tienen y se tendrán en lo adelante.

«Apostamos al crecimiento a partir de la hojalata. Los bidones son la primera demanda que tenemos, y también de las latas de distintos formatos. El país ya dispuso y se importó un molde, donde se producirán bidones de 20 litros para ser reutilizados con tapas herméticas desechables y se nos está solicitando la demanda para 2017. Eso resolvería, en parte, el problema de las minindustrias para poder almacenar los productos por un tiempo determinado.

«La mayoría de las producciones nuestras se envasa en latas de 3,2 kilogramos, que son demasiado grandes para el mercado minorista. Cuando se le ofrece a la familia una lata de tal magnitud, esta tiene que ser muy numerosa o de un poder adquisitivo alto para pagar, por ejemplo, 130 pesos por una de pasta de tomate. Cuando logramos envases de menor formato, la salida del producto en el mercado es inmediata», acotó.

Aquí se cogió mango bajito

Leonel Valdivia Hernández, jefe de la sección comercial en la Delegación Provincial de la Agricultura en Sancti Spíritus, agregó que la zafra de mango se caracterizó por picos productivos en poco más de un mes. Y de nuevo se repiten los obstáculos: en tierras yayaberas lo alcanzado fue imposible de procesar por la unidad empresarial de base (UEB) Conservas y Vegetales Sancti Spíritus, perteneciente al Grupo Empresarial de la Industria del Ministerio de la Industria Alimenticia (Minal). Se hizo necesario destinar 365 toneladas para Ceballos, en Ciego de Ávila, Fruta selecta y las minindustrias locales, acotó.

Por su parte, la planta yayabera, de acuerdo con su director Juan Carlos Guzmán Furgel, procesó desde junio hasta finales de agosto, 2 268 toneladas de pulpa destinadas a todos los territorios del país.

Esa cifra fue muy superior a la primera pactada, a juicio de Valdivia Hernández, debido a la propia irregularidad del clima. Del total industrializado, cerca de mil toneladas, explicó el directivo de la UEB, se envió, directamente, a la canasta básica normada para satisfacer la demanda de las compotas para los niños de hasta tres años.

En el caso de la producción de ese puré de fruta, desde hace siete años no se importa la conserva para elaborar ese producto tan gustado por los infantes.

De acuerdo con Guzmán Furgel, en los cerca de 90 días de producción industrial, aunque no ocurrieron roturas graves, sí se debieron enfrentar tropiezos por la ausencia de piezas de repuesto. Actualmente, la UEB Conservas y Vegetales Sancti Spíritus espera por la llegada de un paquete de sistema autómata eléctrico, integrado por modernas herramientas de trabajo como termorresistencias y convertidores electromagnéticos.

Igualmente, los altos picos de cosecha propiciaron que en un día se duplicara la capacidad de entrega a la industria, lo que provocó la ocupación de más parles, cajas y equipos de transporte.

«Afortunadamente, la comunicación constante y la toma de decisiones oportunas impidieron un número mayor de pérdidas», explicó Valdivia.

Al cierre de la sui géneris zafra del mango en predios espirituanos, la producción total del fruto alcanzó la cifra de 9 000 toneladas. A la industria solo se llevaron las variedades que mejor sabor y color ofrecen al producto final.

El resto se comercializó en distintos establecimientos del sector agropecuario, y algunos de los volúmenes excedentes de la UEB Conserva y Vegetales Sancti Spíritus se enviaron a las minindustrias pertenecientes a la Empresa Provincial de la Industria Alimentaria (EPIA).

La obsolescencia tecnológica fustiga la industria conservera cubana. Foto: Roberto Suárez

Estas últimas, sin embargo, no exhiben grandes resultados porque desde principio de 2016 han sido objeto de reparaciones, reconstrucciones y remodelaciones, con el fin de mejorar las buenas prácticas de producción y lograr llevarle a la población alimentos más inocuos, aclaró Eduardo Moreno García, vicedirector técnico productivo de esa entidad espirituana.

Una cosecha para olvidar

En la meca de las frutas, especialmente del mango, contrario a otros territorios, la cosecha fue como para olvidar.

Así lo explicó Hernán Almenares Morales, especialista de Frutales de la Delegación Provincial de la Agricultura de Santiago de Cuba. Expuso con pesar cómo lo que se estimaba que sería una contienda en la que se cosecharían unas 16 000 o 17 000 toneladas de la sabrosa fruta, terminó en el mayor fracaso productivo de los últimos tiempos: 4 700 toneladas, de las que se aportaron a la industria, el principal destino, unas escasas 3 900 toneladas, el 47 por ciento de lo que se acostumbra por acá.

Al decir del directivo, ni tras el paso del devastador huracán Sandy los resultados fueron tan malos. «Después de Sandy pensamos que no habría mangos y llevamos a la industria unas 6 000 toneladas; al año siguiente, empezamos a recuperarnos y llevamos 8 200. De manera que este año, por la floración inicial, estábamos muy contentos y pensábamos llevar unas 10 000, pero ya ve usted.

«La cosecha se quedó por debajo, aunque ello no impide reconocer que las capacidades para procesarla no hubieran sido las necesarias.

«La variedad más cosechada, dijo, fue el bizcochuelo. Teníamos un plan de entrega a la industria de 300 toneladas y llevamos 320 a la Industria de Conservas Caney, que, aunque es grande y está diseñada para procesar 92 toneladas diarias, tiene una tecnología muy obsoleta que le hace moler por debajo de su capacidad. De hecho, actualmente solo está procesando de 55 a 60 toneladas; no pasa de ahí, por la situación tecnológica de esta industria.

«También llevamos unas 120 toneladas de bizcochuelos para los mercados, para el consumo social y la venta de los carretilleros, quienes, como parte de una tradición que siempre defenderemos, venden la fruta pregonándola por la ciudad».

Almenares Morales expuso que como la producción fue baja, este año no hubo problemas con los envases, ni por las industrias adscriptas al Grupo Agrícola que atiende el Ministerio de la Agricultura, ni por las del Grupo Empresarial de la Industria Alimentaria, que compraron para la cosecha un gran número de cajas y cajas paletas para la retención del mango bizcochuelo en el maduradero.
Menos mangos, mejor contratación

Aunque hubo lugares bendecidos en la zafra del mango, donde se produjeron incluso picos productivos, en otros la presencia de este fruto fue casi imperceptible.

De manera general en el país, la producción de esta fruta en 2016 resultó inferior a la del año precedente, debido a que las condiciones climáticas no se comportaron favorables para su floración y posterior fructificación; pero el proceso de contratación fue mucho mejor este año que en 2015, afirmó Emilio Farrés Armenteros, director de la División de Frutales del Grupo Empresarial Agrícola.

Emilio Farrés Armenteros, director de la División de Frutales del Grupo Empresarial Agrícola. Foto: Raúl Pupo

De acuerdo con las declaraciones de Farrés, en la Isla se está desarrollando un fuerte programa de producción de frutas. Hay 200 cooperativas comprometidas a fondo con ese propósito, pero en casi todas las bases productivas se siembran esos cultivos, incluyendo las pertenecientes al Grupo Agrícola y las que están fuera de este.

«El año pasado fue cuando más frutas se produjeron en el país: cerca de 565 000 toneladas se reportaron entonces. Las 600 000 que antes eran un sueño, ya son prácticamente una realidad», subrayó.

El directivo reiteró que el programa de frutales avanza y demanda de un fuerte proceso inversionista en la industria, para aumentar su capacidad productiva y evitar que se pierdan las frutas, además de garantizar la sustitución de importaciones de muchas pulpas que actualmente se traen de otras latitudes.

Yoan Moreno Iglesias, director general de la Empresa de Conservas y Vegetales subordinada al Grupo Empresarial de la Industria Alimentaria, atendido por el Ministerio de la Industria Alimentaria, explicó que las plantas productivas pertenecientes a su organismo incumplieron el plan de procesamiento de mango este año, pues de un propósito de 22 267 toneladas lograron solo 18 128,7, lo que significa apenas un 81 por ciento de lo fijado.

Yoan Moreno Iglesias, director general de la Empresa de Conservas y Vegetales. Foto: Raúl Pupo

Pinar del Río con su UEB La Conchita, La Habana con su UEB Las Delicias, Villa Clara con su UEB Atrevidos, Sancti Spíritus con la UEB Selecta y Ciego de Ávila con la UEB de igual nombre, son las provincias que cumplen sus planes, detalló.

Todas las empresas enclavadas en las provincias del oriente del país dejaron inconclusos sus compromisos productivos al no contar con suficiente mango, y no precisamente porque el fruto se perdiera por negligencias, aseguró Moreno Iglesias.

El directivo se refirió a la labor que se viene realizando desde hace años de conjunto con la Agricultura, para que exista un acompañamiento armónico entre el desarrollo del Programa de Frutales y la modernización de las industrias y el aumento de sus capacidades productivas. No obstante, reconoció, el reto mayor recae sobre la industria, pues son costosas las acciones que se requieren en ellas para lograr satisfacer la demanda de procesamiento, tanto ahora como en los próximos años.

Dijo que en los principales polos productivos se priorizan las inversiones, en relación con otros lugares, en aras de que no se pierdan las frutas y vegetales por falta de capacidad industrial.

«Estamos trabajando con el pepino, vegetales marinados y preparando a la Fábrica Caribe —perteneciente a la UEB Doña Delicia, en Quivicán, provincia de Mayabeque— para la producción de habichuela y zanahoria encurtidas. En el primer trimestre del año próximo es la campaña de vegetales. También pensamos trabajar en envasado de aceitunas en un futuro menos mediato, para ir reduciendo los niveles de importación.

Moreno Iglesias se refirió además a la inauguración, en enero de 2013, de una fábrica en el Valle de Caujerí, la cual cuenta con tecnología moderna para procesar las frutas y vegetales de Guantánamo, que muchas veces se perdían, sobre todo en la zona montañosa, por falta de capacidad industrial cercana a estos lugares.

Señaló que existe un plan de mantenimiento de la industria y se realizarán otras inversiones, entre estas una en Ciego de Ávila, la cual contempla una fábrica para procesar y envasar frutas y vegetales en sistema aséptico y en formato de 200 kilogramos y envases flexibles. Esta inversión, precisó, proviene de un proyecto de colaboración entre Cuba y China. En los meses de junio y julio del año venidero comenzará la puesta en marcha de esta industria, según se prevé en el cronograma.

Habló también de la recuperación de las máquinas tapadoras para envases pequeños, en aras de dejar el formato mayorista para aquellos clientes que lo deseen adquirir de ese modo en las tiendas, y para el turismo, que sí precisa de ese tamaño.

«Estamos tratando de mejorar la tecnología, la presencia del producto y llegar al consumidor con un formato asequible para su bolsillo, pues ese es un reclamo que tenemos pendiente. En el caso del tomate sabemos que su pulpa es muy reclamada en la cocina cubana», expresó.

El directivo mencionó a la inversión extranjera en la rama de las conservas de industria alimentaria como una alternativa para el desarrollo. Cuentan con dos fábricas propuestas en la Cartera de Oportunidades, entre estas la fábrica La Conchita, en Pinar del Río, que tiene una amplia gama de surtidos, y la fábrica de Salsa soya, enclavada en Mayabeque. En esta última se pretende rescatar la salsa soya, incluso el grano con que se elabora, e incorporar nuevos productos como la salsa soya picante, la saborizada y más adelante las mostazas.

«Pensamos que cuando tengamos estas fábricas funcionando, con la ayuda de la inversión extranjera, podamos satisfacer el mercado interno, y además exportar sus productos al área del Caribe».

Aseguró que ya hay empresarios interesados en estas dos industrias. Quienes apuestan por La Conchita casi todos son europeos. En cambio, los que desean licitar para la de salsa soya son chinos y vietnamitas, principalmente, pues son avezados en la cultura de ese producto.

Mientras cuajan esos planes, sigue afectando a la economía nacional y a la familiar la disonancia entre un campo del que se persigue tener más frutos año tras año, y una industria obsoleta y golpeada por las limitaciones económicas.