Fidel


"Peor que los peligros del error son los peligros del silencio." ""Creo que mientras más critica exista dentro del socialismo,eso es lo mejor" Fidel Castro Ruz

domingo, 14 de agosto de 2016

Breve historia de la (des)igualdad

Las democracias son propensas al populismo, sobre todo cuando la inequidad está en alza


RAFAEL RICOY

Hace poco, el economista Barry Eichengreen de la Universidad de California en Berkeley dio una conferencia en Lisboa sobre la desigualdad, y en ella demostró una de las virtudes de ser un estudioso de la historia económica. Eichengreen disfruta tanto como yo de las complejidades de cada situación, y evita caer en la simplificación excesiva en la búsqueda de claridad conceptual. Esta actitud pone freno al impulso de tratar de explicar acerca del mundo más de lo que podemos saber con un único modelo sencillo.

En relación con la desigualdad, Eichengreen identificó seis procesos de alto nivel que operaron a lo largo de los últimos 250 años.

El primero es el incremento del diferencial de ingresos en Gran Bretaña entre 1750 y 1850, conforme las mejoras logradas gracias a la Revolución Industrial británica beneficiaron a la clase media pero no a los pobres, en zonas tanto urbanas como rurales.

En segundo lugar, entre 1750 y 1975, la distribución del ingreso también empeoró en todo el mundo, cuando algunas regiones sacaron provecho de las tecnologías industriales y posindustriales, pero otras no. Por ejemplo, en 1800, la paridad del poder adquisitivo de Estados Unidos era dos veces la de China; en 1975, era 30 veces la de China.

El tercer proceso es lo que se conoce como “primera era de globalización”, entre 1850 y 1914, cuando los niveles de vida y productividad de la mano de obra convergieron en el hemisferio norte. Durante este período, 50 millones de personas abandonaron una Europa agrícola sobrepoblada para asentarse en otros lugares ricos en recursos. Se llevaron consigo sus instituciones, tecnologías y capital, y el diferencial de salarios entre Europa y las nuevas economías se redujo de alrededor de 100% a 25%.

Esto coincidió a grandes rasgos con la “edad de oro” de 1870 a 1914, cuando en el hemisferio norte aumentó la desigualdad dentro de cada país conforme la capacidad de emprendimiento, la industrialización y la manipulación financiera permitieron canalizar la mayor parte del ingreso adicional hacia las familias más ricas.

La desigualdad de la “edad de oro” se redujo considerablemente durante el período de la socialdemocracia en el hemisferio norte, entre 1930 y 1980, cuando el aumento de impuestos a los ricos ayudó a pagar nuevas prestaciones sociales y programas públicos. Pero la etapa siguiente, la última, nos trae al momento actual, en que las políticas económicas han provocado una vez más un empeoramiento de la distribución de ingresos en el hemisferio norte, que preanuncia una nueva “edad de oro”.

Las democracias son propensas al populismo, sobre todo cuando la inequidad están en alza

Los seis procesos con efecto sobre la desigualdad identificados por Eichengreen son un buen punto de partida. Pero yo añadiría otros seis.

En primer lugar, la pertinaz persistencia de la pobreza absoluta en algunos lugares, a pesar de la extraordinaria reducción general habida desde 1980. Como señala la profesora Ananya Roy, de la Universidad de California en Los Ángeles, las personas que viven en la pobreza absoluta están privadas tanto de oportunidades cuanto de medios para cambiar su situación. Carecen de lo que el filósofo Isaiah Berlin denominó “libertad positiva” (capacidad de autorrealización) y al mismo tiempo de “libertad negativa” (ausencia de impedimentos a la acción). Vista así, la desigualdad es una distribución despareja no solo de riqueza, sino también de libertad.

El segundo proceso es la abolición de la esclavitud en muchas partes del mundo durante el siglo XIX, a la que siguió (tercer proceso) la gradual flexibilización global de otras restricciones de casta (raciales, étnicas o de género) por las que incluso algunas personas provistas de riqueza estaban privadas de oportunidades para usarla.

El cuarto proceso consiste en dos generaciones recientes de alto crecimiento en China y una en India, un factor considerable de la convergencia global de la distribución de la riqueza desde 1975.

El quinto proceso es la dinámica del interés compuesto, que mediante disposiciones políticas favorables permite a los ricos sacar provecho de la economía sin crear nueva riqueza. Como observó el economista francés Thomas Piketty, es posible que este proceso haya actuado en el pasado, y sin duda actuará todavía más en el futuro.

Llegados aquí, debería ser claro por qué empecé señalando la complejidad de la historia económica. Dicha complejidad exige que cualquier ajuste a la política económica se base en ciencia social seria y sea dirigido por líderes electos que realmente actúen movidos por el bien público.

Este énfasis en la complejidad me trae a un último factor con efecto sobre la desigualdad, tal vez el más importante de todos: la movilización populista. Las democracias son propensas a los levantamientos populistas, especialmente cuando la desigualdad está en alza. Pero el historial de esos levantamientos debería llamarnos a reflexión.

En Francia, la movilización populista instaló a un emperador (Napoleón III, líder de un golpe de estado en 1851) y provocó la caída de gobiernos elegidos democráticamente durante la Tercera República. En Estados Unidos, sostuvo la discriminación de los inmigrantes y la legalización de la segregación racial con las leyes de Jim Crow.

En Europa central, la movilización populista impulsó el expansionismo imperial disfrazado de internacionalismo proletario. En la Unión Soviética, ayudó a Vladímir Lenin a consolidar el poder, con consecuencias desastrosas que solo fueron superadas por los horrores del nazismo, que también llegó al poder subido a una ola populista.

Las respuestas populistas constructivas a la desigualdad no son tantas, pero sin duda hay que mencionarlas. En algunos casos, el populismo ayudó a extender el derecho al voto, implementar sistemas tributarios progresivos y la seguridad social, acumular capital físico y humano, abrir las economías, priorizar el pleno empleo y alentar las migraciones.

La historia nos enseña que estas últimas respuestas a la desigualdad hicieron del mundo un lugar mejor. Por desgracia (y a riesgo de pecar de excesiva simplificación) casi nunca escuchamos las lecciones de la historia.

J. BRADFORD DELONG ES EX SECRETARIO ADJUNTO DEL TESORO DE LOS ESTADOS UNIDOS, PROFESOR DE ECONOMÍA EN LA UNIVERSIDAD DE CALIFORNIA EN BERKELEY E INVESTIGADOR ASOCIADO EN LA OFICINA NACIONAL DE INVESTIGACIONES ECONÓMICAS DE LOS ESTADOS UNIDOS (NBER).

© PROJECT SYNDICATE, 2016. WWW.PROJECT-SYNDICATE.ORG

La falsa promesa económica de la gobernanza global

Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University’s John F. Kennedy School of Government. 

CAMBRIDGE – La gobernanza global es el mantra de la élite moderna. El argumento es que el incremento de flujos transfronterizos de bienes, servicios, capital e información (derivado de la innovación tecnológica y la liberalización de los mercados) generó demasiada interconexión entre los países del mundo como para que cada uno de ellos por separado pueda resolver sus problemas económicos solo. Necesitamos reglas globales, acuerdos globales, instituciones globales.

Esta afirmación goza de tanta aceptación que cuestionarla puede parecer como sostener que el Sol gira alrededor de la Tierra. Pero lo que puede ser verdad en el caso de problemas realmente globales como el cambio climático o las pandemias no es aplicable a la mayor parte de los problemas económicos. Contra lo que oímos a menudo, la economía mundial no es un bien común global. La gobernanza global ayudará muy poco, y a veces ocasionará un perjuicio.

Lo que hace que, por ejemplo, el cambio climático sea un problema que demanda cooperación internacional es el hecho de que el planeta tiene un único sistema climático. Como da lo mismo dónde se emitan gases de efecto invernadero, imponer restricciones a las emisiones sólo en el nivel nacional generaría escaso o nulo beneficio al país que lo hiciera.

En cambio, las buenas políticas económicas (entre ellas la apertura) benefician ante todo a la economía local; y es allí también donde se paga la mayor parte del costo de las malas políticas económicas. Las perspectivas económicas de cada país dependen mucho más de lo que suceda allí que del extranjero. Cuando la apertura económica es deseable, es porque esa política beneficia al país que la aplica, no porque beneficie a otros. La apertura y otras políticas acertadas que contribuyen a la estabilidad económica internacional se basan en el interés propio, no en un espíritu global.

A veces, un país logra una ventaja económica en detrimento de otros; es el caso de las políticas de “empobrecer al vecino”. El mejor ejemplo es cuando el proveedor dominante de un recurso natural (como el petróleo) restringe la oferta en los mercados mundiales para aumentar el precio. Lo que gana el exportador es lo que pierde el resto del mundo.

Un mecanismo similar está en la base de los “aranceles óptimos”, por los que un país grande manipula sus condiciones de intercambio restringiendo las importaciones. En esos casos, hay buenas razones para instituir normas globales que limiten o prohíban el uso de esas políticas.

Pero la inmensa mayoría de las cuestiones de comercio y finanzas internacionales que ocupan la atención de los funcionarios no son así. Pensemos por ejemplo en los subsidios agrícolas y la veda de organismos transgénicos en Europa, el abuso de las normas antidumping en Estados Unidos o la inadecuada protección de los derechos de los inversores en los países en desarrollo. Son, en esencia, políticas de “empobrecerse uno mismo”. Sus costos económicos caen sobre todo en el país que las aplica, aun cuando también puedan perjudicar a otros.

Por ejemplo, los economistas suelen coincidir en que los subsidios agrícolas son ineficientes, y que sus beneficios para los agricultores europeos suponen un alto costo para el resto de la gente en Europa, en la forma de aumento de precios, aumento de impuestos o ambas cosas. Esas políticas se implementan no para sacar provecho a costa de otros países, sino porque otros objetivos internos concurrentes (de tipo distributivo, administrativo o sanitario) se imponen a las consideraciones económicas.

Lo mismo vale para las deficiencias en regulación bancaria o política macroeconómica que agravan el ciclo económico y generan inestabilidad financiera. Como demostró la crisis financiera global de 2008, lo que suceda dentro de un país puede tener enormes consecuencias fuera. Pero si las autoridades regulatorias en Estados Unidos no cumplieron su tarea, no fue porque así su país saliera beneficiado a costa de los demás: la economía estadounidense fue una de las que más sufrió.

Tal vez el mayor fracaso de las políticas actuales sea la incapacidad de los gobiernos de las democracias avanzadas para hacer frente al aumento de la desigualdad. Esto también es una cuestión de política interna, originada en el control, por parte de élites financieras y empresariales, del proceso de definición de políticas, y en los discursos que han elaborado en relación con los límites de las políticas redistributivas.

Los paraísos fiscales son un ejemplo indudable de políticas de empobrecer al vecino. Pero países poderosos como Estados Unidos y los miembros de la Unión Europea podrían haber hecho mucho más de su parte para poner coto a la evasión fiscal (y a la competencia feroz en reducción de impuestos corporativos) si lo hubieran querido.

De modo que los problemas actuales poco tienen que ver con una falta de cooperación global. Son de naturaleza local y no se pueden corregir mediante normas dictadas por instituciones internacionales, que fácilmente pueden caer presa de los mismos intereses creados que debilitan la política nacional. Muy a menudo, la gobernanza global es sinónimo de implementar la agenda global de esos intereses; por eso casi siempre termina promoviendo mayor globalización y armonización de las políticas económicas locales.

Una agenda alternativa para la gobernanza global se centraría en mejorar el funcionamiento local de las democracias, sin prejuzgar cuáles deban ser las políticas elegidas luego. Sería un modelo de gobernanza global dirigido a mejorar la democracia en vez de la globalización.

Lo que tengo en mente es la creación de normas y requisitos procedimentales globales pensados para mejorar la calidad de los procesos decisorios nacionales. Por ejemplo, reglas globales relativas a (entre otras cuestiones) la transparencia, la representatividad, la rendición de cuentas y el uso de evidencia científica o económica en los procedimientos de decisión locales, sin condicionar el resultado final.

Las instituciones globales ya usan esta clase de normas, hasta cierto punto. Por ejemplo, el Acuerdo sobre la Aplicación de Medidas Sanitarias y Fitosanitarias (Acuerdo SPS) de la Organización Mundial del Comercio exige explícitamente el uso de evidencia científica cuando se planteen dudas sobre la seguridad sanitaria de bienes importados. Podrían usarse normas procedimentales similares, con mucho más alcance y efectividad, para mejorar los procesos de toma de decisiones en el nivel nacional.

Las normas antidumping también podrían mejorarse exigiendo que los procedimientos nacionales tengan en cuenta los intereses de consumidores y productores que resultarían perjudicados por la aplicación de aranceles a las importaciones. Las normas sobre subsidios se podrían mejorar exigiendo análisis económicos de costo‑beneficio que incorporen las posibles consecuencias en materia de eficiencia estática y dinámica.

Los problemas derivados de fallos en el proceso nacional de deliberación solamente pueden resolverse mejorando la toma democrática de decisiones. En esto la gobernanza global sólo puede hacer un aporte muy limitado, y sólo en la medida en que apunte a mejorar la toma interna de decisiones en vez de condicionarla. Fuera de eso, la búsqueda de gobernanza global encarna un anhelo de soluciones tecnocráticas que anulan y debilitan la deliberación pública.

Traducción: Esteban Flamini

Libro " La Gran Brecha" Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Parte III

Por Joseph Stiglizt

REACCIONES ANTE LA CRISIS 

Si la «gestación de la crisis» ilustra varios temas de este libro, también lo hacen los artículos que escribí en 2008 y 2009 sobre las reacciones, uno de los cuales, «Cómo salir de la crisis financiera», publicado en la revista Time un mes después de la quiebra de Lehman Brothers, figura aquí. La diferencia entre lo que hacía falta, lo que debía haberse hecho y lo que se hizo es un buen ejemplo de la gran brecha. 

Aunque la crisis estaba gestándose desde hacía mucho, y aunque se habían hecho muchas advertencias, los responsables de la Reserva Federal y el Gobierno parecieron sorprendidos, y en mi opinión lo estaban, una muestra extraordinaria de la capacidad de hacer oídos sordos a la información que no nos agrada y contradice nuestras ideas preconcebidas. Al fin y al cabo, la burbuja inmobiliaria había estallado en 2006, la economía había caído en recesión en 2007, la Reserva Federal había proporcionado más dinero que nunca a los bancos en 2007 y 2008, y en marzo de 2008 se había llevado a cabo el carísimo rescate de Bear Stearns. Casi cualquier economista que no creyera ciegamente en las virtudes de los mercados libres y sin regular, en su eficacia y su estabilidad, sabía lo que se venía encima. Sin embargo, el presidente de la Fed, Ben Bernanke, afirmaba con despreocupación que los riesgos eran «contenidos».[21] 

El hecho detonante que hundió al país todavía más, no ya en la recesión iniciada en diciembre de 2007 (y que las políticas de Bush, con otra reducción fiscal para los ricos en febrero de 2008, no habían ayudado precisamente a resolver), sino en una recesión profunda, la peor desde la Gran Depresión, fue la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008. Después de asegurar que permitir su bancarrota no tendría más que una repercusión limitada en la economía —y enseñaría una lección importante a los bancos—, la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro cambiaron por completo de postura y decidieron salvar AIG con el rescate más caro de la historia, un volumen de ayuda corporativa muy superior a las prestaciones concedidas a millones de pobres estadounidenses durante años. Después sabríamos por qué, y el motivo de que hicieran todo lo posible para ocultar a la población lo que estaban haciendo: el dinero pasó de inmediato de AIG a Goldman Sachs y otros bancos. Cuando estos últimos vieron cercano el peligro fue cuando la Reserva y el Tesoro acudieron al rescate. 

En mi artículo de Time, establecía unas prioridades muy simples. Por desgracia, las medidas tomadas fueron más reflejo de los intereses y las perspectivas de los bancos y del 1 por ciento que de la agenda que yo había propuesto, tal como me temí en su momento. Por eso, también, la recuperación ha sido débil. El Gobierno de Obama puede afirmar que impidió que la economía cayera en otra Gran Depresión. Sea o no cierto, lo que está claro es que no ayudó a que el país se recobrara de manera sólida. En la actualidad, siete años después, la mayor parte de las rentas de los estadounidenses siguen estando por debajo de lo que estaban antes de la crisis. La riqueza en la franja media está casi a la altura de donde estaba en 1992, hace veinte años.[22] La recuperación la diseñó el 1 por ciento para el 1 por ciento. Puede que el presidente Obama dijera el 15 de enero de 2015, en su discurso sobre el estado de la Unión, que la crisis había terminado. Pero ni siquiera él se atrevería a decir que todo va bien. El PIB es alrededor de un 15 por ciento inferior al que sería si no hubiéramos sufrido la crisis, y la diferencia entre nuestra situación y la que tendríamos en ese caso no disminuye. Se han perdido innecesariamente billones de dólares por respetar los intereses del 1 por ciento. 

En mi programa había cinco puntos. El primero era la recapitalización de los bancos de tal forma que se asegurase que volvieran a conceder préstamos y los contribuyentes estadounidenses recibieran justa compensación por los riesgos sufridos. Pues bien, recapitalizamos los bancos. Sin embargo, el rescate de los bancos no significaba el rescate de los accionistas, los poseedores de bonos ni los banqueros. Pero eso es lo que hicimos. 

Cuando el FMI, el Banco Mundial o el Gobierno de Estados Unidos prestan dinero a otros países, exigen unas condiciones, porque quieren asegurarse de que el dinero se gaste como es debido. Lo irónico es que el Tesoro de Estados Unidos es uno de los que más insisten en esas condiciones, pero cuando llegó el momento de imponérselas a sus propios bancos, tuvo reparos. 

La intención estaba clara: salvar los bancos para que pudieran seguir suministrando fondos que permitieran funcionar a la economía. Sin embargo, como no impusimos condiciones, el dinero se dedicó a pagar primas gigantescas —desde luego, inmerecidas— a los banqueros. Cuando ya habían pasado años desde la crisis, los préstamos a las pequeñas y medianas empresas seguían estando muy por debajo de los de antes. 

El Gobierno asegura que se le devolvió todo el dinero, pero en realidad fue todo una farsa, porque las devoluciones las hizo una mano con el dinero que la Administración colocaba en la otra. La Reserva Federal prestaba dinero a los bancos con interés cero, y ellos lo prestaban a su vez al Estado y las grandes empresas con tipos de interés mucho más altos. (Hasta un chico de 12 años podría ganar dinero así, sin necesidad de ser un genio de las finanzas; pero los banqueros recibieron grandes primas como si lo fueran). El Gobierno, a escondidas, sacó las hipotecas de alto riesgo de las cuentas de los bancos y las incluyó en los balances contables del Estado. Aun así, no recibió más que una mínima parte del dinero que obtuvieron los inversores privados que, como Warren Buffett, habían financiado los bancos en plena crisis. 

En pocas palabras, los ciudadanos corrientes fueron engañados. Se hizo un enorme regalo a los bancos al proporcionarles dinero en condiciones mucho más favorables que las de otros, y con tipos de interés muy inferiores a los que otros estaban dispuestos a conceder. Fue una auténtica redistribución del dinero de la gente de la calle a los acomodados banqueros. Si se les hubiera cobrado lo que debían, nuestra deuda nacional sería más baja y tendríamos más dinero para invertir en educación, tecnología, infraestructuras: unas inversiones que habrían permitido una economía más fuerte y más prosperidad para todos. 

Como tantas políticas económicas diseñadas por el 1 por ciento para el 1 por ciento, su fundamento era la economía de goteo: si se daba suficiente dinero a los bancos, todo el mundo saldría beneficiado. Pero no fue así, como era de esperar.[23] Yo, por el contrario, había dicho que deberíamos haber intentado poner en práctica un poco de economía de filtración hacia arriba, ayudar a los que estaban en medio y abajo, y que entonces sí se beneficiaría toda la economía. La crisis había empezado por la vivienda, así que era lógico pensar que, para tener una recuperación sólida, iba a ser necesario interrumpir la avalancha de ejecuciones hipotecarias. Ya antes de que Obama llegara a la presidencia, le advertí que no iba a bastar con rescatar a los bancos. Tenía que ayudar a los propietarios de viviendas. Pero su secretario del Tesoro, Tim Geithner, que había dirigido la Reserva Federal en Nueva York mientras los bancos se comportaban de forma tan temeraria, pensó sobre todo en estos últimos. Como consecuencia, millones y millones de estadounidenses, literalmente, perdieron sus hogares. A los bancos se les dieron billones de dólares, una parte de ellos destinados a ayudar a los propietarios de viviendas, pero sólo se llegaron a gastar alrededor de 10 000 millones de dólares —el informe del Tesoro al Congreso no se molestó en informar sobre la cantidad suministrada—, puesto que el Gobierno perdió el tiempo con sucesivos programas mal concebidos. Quizá era necesario despilfarrar el dinero en los bancos para salvar la economía y, por lo visto, se pensó que refinar el programa de rescate era un lujo que no nos podíamos permitir. Pero con los propietarios de viviendas y los ciudadanos corrientes se adoptó la actitud completamente opuesta: teníamos que actuar con precaución para no cometer errores. Se empleaban con mucha facilidad expresiones como «riesgo moral», el peligro de que un rescate de los propietarios de viviendas pudiera animar a pedir préstamos imprudentes, a pesar de que el verdadero riesgo moral había sido el de los bancos, a los que se había rescatado una y otra vez. 

La economía tradicional —la que contienen casi todos los libros de texto— reclama un estímulo fiscal cuando la economía es débil. Pero la reducción de impuestos para los ricos aprobada por Bush en 2008 nos había enseñado que los estímulos mal concebidos eran relativamente ineficaces. Sin embargo, los miembros de la administración de Obama, incluidos algunos que tenían una responsabilidad considerable por la gestación de la crisis, tanto por su defensa activa de la desregulación como por no haber supervisado debidamente los bancos, creían que lo único que hacía falta, en definitiva, era una medida poco audaz: los bancos estaban enfermos y necesitaban una transfusión masiva (de dinero), pero, después de un breve periodo en la enfermería, se recuperarían y, con ellos, la economía. Se necesitaba un estímulo provisional, hasta que los bancos se curasen, y, como se preveía que esa curación iba a ser rápida, el tamaño, el diseño y la duración del plan no importaban mucho. 

Yo decía todo lo contrario: que la economía estaba enferma ya desde antes de la crisis, sostenida sólo por una burbuja artificial, que la crisis seguramente sería larga y profunda, sobre todo si no se aplicaban las políticas debidas (que no se estaban aplicando). Además, la perspectiva política era poco optimista, porque no había más que una oportunidad. Si la economía no se recuperaba, los conservadores dirían que el estímulo no había funcionado, y sería difícil conseguir un segundo paquete de medidas. Por eso, en mi opinión, era necesario un estímulo realmente grande,[24] mucho mayor del que había pedido el Gobierno y aprobado el Congreso; tenía que estar bien diseñado, no como los recortes fiscales para los ricos que habían caracterizado las medidas de Bush. A la hora de la verdad, las reducciones fiscales constituyeron aproximadamente un tercio del paquete. Y, para empeorar aún más las cosas, el Gobierno, que no había entendido la gravedad de la crisis, predijo que, con estas medidas, el desempleo no superaría el 7 u 8 por ciento; cuando alcanzó el 10, proporcionaron un argumento fácil a los detractores. Lo que deberían haber dicho era que el paquete de estímulos haría que hubiera un 2 o 3 menos del que habría habido sin las ayudas, y eso sí que fue verdad. Los últimos puntos de mi lista de prioridades en Time eran la reforma reguladora interna y la creación de un organismo multilateral para coordinar las normativas entre jurisdicciones nacionales. Cuando escribí el artículo estaba ya claro que la crisis iba a tener dimensión mundial y que las malas prácticas bancarias (no sólo en Estados Unidos, sino también en varios países de Europa) estaban teniendo serias repercusiones en todas partes. Nuestras hipotecas de alto riesgo (las que acabaron por estallar y provocaron la crisis global) habían contaminado los mercados financieros internacionales. 

Estas dos últimas cuestiones son las que más desilusión han producido. Incluso en el momento de su aprobación en 2010, dos años después de la crisis, muchos fueron conscientes de que la ley de reforma reguladora (Dodd-Frank) era, como mucho, un mal menor. Sin embargo, en cuanto se aprobó, los bancos empezaron a tratar de suavizarla. Se resistieron a los intentos de poner en vigor las nuevas normas. Iniciaron una campaña en el Congreso para revocar las disposiciones más importantes, y por fin, en diciembre de 2014, lograron anular una cláusula que regulaba los derivados e impedía que los bancos garantizados por el Gobierno crearan unos productos financieros tan peligrosos. 

A escala mundial, no se ha creado ningún organismo internacional. Se estableció una Junta Internacional de Estabilidad Financiera para sustituir al Foro de Estabilidad Financiera, instituido tras la crisis del este de Asia a finales de los noventa y que había demostrado su ineficacia. Como en el caso de Dodd-Frank, el resultado se queda a medio camino: en algunos aspectos, las cosas están mejor que antes de la crisis, pero, fuera del sector financiero, pocos creen que hayamos eliminado de verdad el riesgo de otra crisis. 

Ahora bien, lo llamativo es que todos los debates se han centrado en cómo impedir que los bancos hagan daño al resto de la sociedad; casi no se ha pensado en cómo hacer que ejerzan las importantísimas funciones que deben ejercer para que nuestra economía funcione como es debido. Desde el punto de vista de este libro, eso es importante al menos por dos motivos. Cuando se produce una crisis, los más perjudicados son siempre los ciudadanos corrientes: los trabajadores que pierden su empleo, los propietarios que pierden su casa, la gente que ve cómo se evapora su plan de pensiones, que no puede enviar a sus hijos a la universidad ni logra sus aspiraciones. Cientos de pequeñas empresas van a la bancarrota. 

En cambio, las grandes compañías no sólo sobreviven sino que algunas incluso prosperan, porque los salarios bajan y las ventas en el extranjero se mantienen. Los banqueros causantes de la crisis también salen bien parados. Quizá no tanto como lo estarían si se hubieran mantenido las insostenibles burbujas que ayudaron a crear. Tal vez tienen que dejar el chalé en los Alpes suizos por otro en Colorado, la casa de la playa en la Riviera por otra en los Hamptons.[25] La necesidad de regulación debería haber sido especialmente evidente porque los bancos y otras instituciones del sector financiero tienen una tendencia histórica a la explotación, a aprovecharse de otros, ya sea mediante manipulación del mercado, información privilegiada, mal uso de las tarjetas de crédito, monopolios incompatibles con la competencia, préstamos discriminatorios y abusivos… La lista es interminable. Parece más fácil ganar dinero así que con una actividad más honrada, como conceder préstamos a pequeñas empresas, que crearían nuevos puestos de trabajo. Cuando los bancos se dedican sobre todo a la explotación, aumentan las desigualdades; cuando se dedican a la creación de empleo, promueven la igualdad, porque reducen el paro y permiten que haya sueldos más altos, que es la consecuencia natural. 

Por consiguiente, las regulaciones que restringen el mal comportamiento de los bancos pueden ser útiles en dos sentidos: disminuyen su capacidad de aprovecharse y los animan a hacer lo que deben hacer, al reducir la posibilidad de que se obtengan beneficios de otras maneras. 

Los fallos de las respuestas de Obama y Bush 

En resumen, igual que la crisis fue la consecuencia previsible y profetizada de nuestras políticas económicas en las décadas anteriores, lo que sucedió en los años posteriores a la crisis fue la consecuencia previsible y profetizada de las medidas emprendidas como reacción. 

¿Qué podemos decir casi ocho años después de que comenzara la recesión y nueve años después de que estallara la burbuja? ¿A quién ha dado el tiempo la razón? El Gobierno y la Reserva Federal gustan de decir que nos han salvado de otra Gran Depresión. Es posible, pero lo que no han sido capaces de hacer es lograr que la economía vuelva a prosperar. 

El sistema bancario se ha repuesto en gran parte de sus heridas. La recesión terminó oficialmente bastante pronto. Pero es indudable que la economía no ha recobrado su salud. De hecho, da la impresión de que los daños van a ser duraderos. 

LAS CONSECUENCIAS ECONÓMICAS DEL SEÑOR BUSH 

Cuando, un día, repasemos la catástrofe que fue el Gobierno de Bush, pensaremos en muchas cosas: la tragedia de la guerra de Irak, la vergüenza de Guantánamo y Abu Ghraib, la erosión de las libertades civiles. Los daños que han sufrido la economía estadounidense no han ocupado los titulares diarios, pero las repercusiones seguirán sintiéndose cuando hayan muerto todos los que están leyendo estas páginas. 

Ya puedo oír las respuestas irritadas. Durante los casi siete años que lleva en el puesto, el presidente no ha empujado a Estados Unidos a una recesión. El desempleo permanece en un respetable 4,6 por ciento. Es verdad. Pero el otro lado de la balanza cruje bajo el peso de una ley tributaria que favorece de manera espantosa a los ricos; una deuda nacional que seguramente habrá crecido el 70 por ciento para cuando este presidente abandone Washington; una cascada cada vez mayor de impagos de hipotecas; un déficit comercial sin precedentes de casi 850 000 millones de dólares; los precios del petróleo más altos de la historia; y un dólar tan débil que, para un estadounidense, tomarse un café en Londres o París —o incluso en Yukón— es una auténtica aventura de altas finanzas. 

Y eso no es lo peor. Después de casi siete años con este presidente, Estados Unidos está menos preparado que nunca para afrontar el futuro. No hemos formado a un número suficiente de ingenieros y científicos, personas con las habilidades que vamos a necesitar para competir con la India y China. No hemos invertido en investigación básica como la que nos convirtió en la potencia tecnológica de finales del siglo XX. Y, aunque el presidente ha comprendido ya —al menos, eso dice— que debemos empezar a depender cada vez menos del petróleo y el carbón, durante su mandato esa dependencia se ha agravado. 

Hasta ahora, siempre se ha dicho que Herbert Hoover, cuyas políticas agravaron la Gran Depresión, era el candidato indudable al título de «peor presidente» de Estados Unidos en la gestión de la economía. Cuando Franklin Roosevelt tomó posesión y dio la vuelta a las políticas de su predecesor, el país empezó a recuperarse. Las repercusiones económicas de la presidencia de Bush son menos llamativas que las de Hoover, más difíciles de contrarrestar y probablemente más duraderas. No existe el peligro de que Estados Unidos pierda su posición como la economía más rica del mundo. Pero nuestros nietos seguirán viviendo y luchando con las consecuencias económicas del señor Bush. 

¿SE ACUERDAN DEL SUPERÁVIT? 

Desde el punto de vista económico, el mundo era muy diferente cuando George W. Bush juró su cargo, en enero de 2001. Durante los felices años noventa, muchos pensaban que Internet iba a transformarlo todo. La productividad, que había aumentado a un ritmo medio del 1,5 por ciento anual desde principios de los setenta hasta principios de esa década, se acercaba entonces al 3 por ciento. En algunos casos, durante el segundo mandato de Bill Clinton, la productividad industrial llegó incluso a un aumento del 6 por cieno. El presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, hablaba de una Nueva Economía, caracterizada por un incremento constante de la productividad a medida que Internet fuera enterrando las viejas formas de hacer negocios. Otros incluso predijeron el fin de los ciclos económicos. Greenspan dijo que le preocupaba saber cómo iba a poder administrar la política monetaria cuando el país hubiera pagado toda su deuda. 

Esta tremenda confianza hizo que el Dow Jones subiera sin parar. A los ricos les iba bien, pero también a los no tan ricos e incluso a los pobres. La época de Clinton no fue un nirvana económico; como presidente del Consejo de Asesores Económicos en aquella época, soy muy consciente de los errores y las oportunidades perdidas que hubo. Los acuerdos que impulsamos sobre comercio mundial eran a menudo injustos para los países en vías de desarrollo. Deberíamos haber invertido más en infraestructuras, endurecido la regulación de los mercados de valores y tomado más medidas para fomentar el ahorro de energía. No lo hicimos por motivos políticos y por falta de dinero, y también, la verdad, porque los grupos de intereses influían más de lo que debían. Pero aquellos años de expansión fueron los primeros, desde Jimmy Carter, en los que el déficit estaba controlado. Y fueron la primera vez desde los años setenta que las rentas de los más pobres crecieron más deprisa que las de los más ricos: un hito digno de celebración. 

En el momento de la toma de posesión de George W. Bush, algunas partes de este cuadro tan brillante habían empezado a empañarse. El auge tecnológico había pasado. El NASDAQ cayó un 15 por ciento en un solo mes en abril de 2000, y nadie sabía con certeza qué efecto iba a tener el estallido de la burbuja de Internet en la economía real. Era un instante perfecto para el keynesianismo, para estimular la economía gastando más dinero en educación, tecnología e infraestructuras, cosas que Estados Unidos necesitaba desesperadamente, y aún necesita, pero que el Gobierno de Clinton había postergado en su implacable campaña para eliminar el déficit. Bill Clinton había dejado al presidente Bush en una situación ideal para llevar a cabo esas políticas. ¿Recuerdan los debates presidenciales del año 2000 entre Al Gore y George Bush, cuando discutían sobre cómo gastar el superávit previsto de 2,2 billones de dólares? El país podía muy bien haberse permitido el lujo de aumentar la inversión en varias áreas fundamentales. De esa forma habría contenido la recesión inmediata y habría estimulado el crecimiento a largo plazo. 

Pero el Gobierno de Bush tenía sus propias ideas. La primera gran iniciativa económica del presidente fue una reducción masiva de impuestos a los ricos, que entró en vigor en junio de 2001. Las personas con ingresos superiores a un millón de dólares obtuvieron una reducción fiscal de 18 000 dólares, más de 30 veces superior a la rebaja obtenida por el ciudadano medio. Las desigualdades se agravaron con una segunda reducción en 2003, todavía más sesgada en favor de los ricos. Estas dos rebajas fiscales juntas, si se instauran por completo y de forma permanente, harán que en 2012 la reducción media para un estadounidense del 20 por ciento inferior será de apenas 45 dólares, mientras que los que obtienen ingresos por encima de un millón pagarán un promedio de 162 000 dólares menos de impuestos. 

El Gobierno presume de que la economía creció —alrededor del 16 por ciento— durante sus seis primeros años, pero ese crecimiento favoreció sobre todo a personas que no necesitaban ninguna ayuda, y no lo hizo con quienes sí la necesitaban. La marea que subía elevó todos los yates. Las desigualdades están aumentando en Estados Unidos a una velocidad como no se veía desde hace 75 años. Un varón de treinta y tantos años tiene hoy unas rentas que, tras el ajuste por la inflación, es un 12 por ciento inferior a lo que ganaba su padre hace treinta años. Hoy viven en la pobreza alrededor de 5,3 millones más de estadounidenses que cuando Bush llegó a la presidencia. La estructura de clases de Estados Unidos no ha llegado aún a las de Brasil y México, pero se encamina en esa dirección. 

EL AUGE DE LAS BANCARROTAS 

Con un desprecio sobrecogedor por las normas fiscales más básicas, el Gobierno siguió rebajando los impuestos mientras emprendía costosos programas de gastos y se embarcaba en una ruinosa «guerra de elección» en Irak. El excedente presupuestario del 2,4 por ciento del PIB que había al tomar posesión Bush se convirtió en un déficit del 3,6 por ciento en el plazo de cuatro años. Estados Unidos no había experimentado un vuelco semejante desde la crisis global de la Segunda Guerra Mundial. 

Entre 2002 y 2005 se duplicaron los subsidios agrarios. Los gastos tributarios —el amplio sistema de subsidios y preferencias oculto en la ley tributaria— se incrementaron más de una cuarta parte. Las rebajas fiscales para los amigos del presidente en el sector del petróleo y el gas creció miles de millones de dólares. En los cinco años posteriores al 11-S aumentaron los gastos de defensa (alrededor del 70 por ciento), pero gran parte de ese aumento no fue para contribuir a la guerra contra el terror, sino que se perdió o fue a parar a contratistas externos en misiones fallidas en Irak. Mientras tanto, continuó el gasto de dinero en las habituales frivolidades de alta tecnología: armas que no funcionaban contra enemigos que no teníamos. En resumen, se gastó dinero en todas partes menos donde se necesitaba. Durante los siete últimos años, el porcentaje del PIB dedicado a investigación y desarrollo, aparte de la defensa y la sanidad, ha descendido. Se ha hecho poco para arreglar nuestras deterioradas infraestructuras, tanto los diques de Nueva Orleans como los puentes de Minneapolis. Quien tendrá que hacer frente a la mayor parte de los daños será el próximo ocupante de la Casa Blanca. 

A pesar de despotricar contra los programas de prestaciones para los necesitados, el Gobierno llevó a cabo el mayor incremento de subsidios en cuarenta años: el mal diseñado programa de medicamentos con receta de Medicare, concebido para ganar votos y como concesión a la industria farmacéutica. Como revelaron más tarde algunos documentos internos, al Congreso se le ocultó el verdadero coste de esta medida. Y se concedieron favores especiales a las empresas farmacéuticas. Para acceder a los nuevos subsidios, los pacientes de más edad no podían optar por comprar fármacos más baratos en Canadá ni otros países. Además, la ley prohibía que el Gobierno estadounidense, el mayor comprador de medicamentos con receta, negociara con los fabricantes para abaratar los costes. Como consecuencia, los consumidores estadounidenses pagan más por las medicinas que cualquier otro ciudadano del mundo desarrollado. 

Todavía hay algunos —entre ellos el propio presidente, y con rotundidad— que aseguran que los recortes fiscales del Gobierno tenían el objetivo de estimular la economía, pero eso nunca fue así. El impacto por cada dólar de déficit fue asombrosamente escaso. La tarea de estimular la economía recayó sobre la Junta de la Reserva Federal, que pisó el acelerador de una forma sin precedentes y bajó los tipos de interés al 1 por ciento. En realidad, teniendo en cuenta la inflación, los tipos de interés cayeron en al menos dos puntos. El resultado, como era de prever, fue una ola de gasto de consumo. Dicho de otra forma, la irresponsabilidad fiscal de Bush facilitó la irresponsabilidad de todos los demás. Se despachaban créditos y se ponían hipotecas de alto riesgo a disposición de cualquiera que no estuviera con respiración asistida. En el verano de 2007, la deuda de las tarjetas de crédito ascendía nada menos que a 900 000 millones de dólares. «Basta con nacer para cumplir los requisitos» se convirtió en el lema embriagado de la era de Bush. Las familias estadounidenses aprovecharon los bajos tipos de interés, firmaron nuevas hipotecas con unos tipos iniciales «engañosos» y se volvieron locos con sus ganancias. 

Todo ese gasto hizo que la economía tuviera mejor aspecto durante un tiempo; el presidente podía presumir (y presumió) de los datos económicos. Ahora bien, para muchas familias, las consecuencias se dejarían ver al cabo de unos años, cuando los tipos empezaron a subir y vieron que no podían pagar las hipotecas. Sin duda, el presidente confiaba en que el momento de la verdad no llegaría hasta después de 2008. Pero llegó con dieciocho meses de adelanto. Se prevé que hasta 1,7 millones de estadounidenses van a perder sus hogares en los próximos meses. Para muchos, ese será el comienzo de una espiral de descenso hacia la pobreza. 

Entre marzo de 2006 y marzo de 2007, las bancarrotas personales aumentaron más de un 60 por ciento. A medida que las familias iban a la quiebra, cada vez fueron más los que comprendían quién había salido ganando y quién perdiendo como consecuencia de la ley de bancarrota firmada por el presidente en 2005, que hacía que a la gente le resultara más difícil pagar sus deudas de forma razonable. Los verdaderos ganadores eran los acreedores que habían presionado para que se hicieran «reformas», puesto que habían obtenido más poder y más protecciones; los más perjudicados fueron quienes ahora se veían en dificultades económicas. 

Y LUEGO ESTÁ IRAK 

La guerra de Irak (junto con la guerra de Afganistán, en menor medida) ha costado al país mucha sangre y mucho dinero. La pérdida de vidas humanas no puede cuantificarse. En cuanto al dinero, conviene recordar que el Gobierno, en vísperas de la invasión, se resistía a aventurar un cálculo sobre lo que podría costar (y humilló en público a un asesor de la Casa Blanca que sugirió que podría ascender hasta 200 000 millones de dólares). Cuando se le insistió, este habló de 50 000 millones de dólares, que es lo que Estados Unidos está gastando cada pocos meses. Hoy, las cifras del Gobierno afirman oficialmente que se han gastado en total más de medio billón de dólares «sobre el terreno». Pero el coste global del conflicto podría cuadruplicar esa cantidad —como destaca el estudio que elaboré con Linda Bilmes, de Harvard—, aunque la Oficina de Presupuestos del Congreso reconoce que es muy probable que la inversión total sea más del doble del gasto operativo. Por ejemplo, las cifras oficiales no incluyen otros gastos importantes ocultos en el presupuesto de Defensa, como los costes de reclutamiento, cada vez mayores, con unas primas de hasta 100 000 dólares para quienes se alistan por segunda vez. No incluyen las prestaciones de discapacidad y enfermedad que necesitarán durante toda su vida decenas de miles de veteranos heridos, un 20 por ciento de los cuales han sufrido devastadoras lesiones cerebrales y medulares. No incluyen tampoco, por sorprendente que parezca, gran parte de los costes del material usado en la guerra y que debe ser sustituido. Si además contamos los costes de la subida de los precios del petróleo y otras repercusiones de la guerra —por ejemplo, el deprimente efecto dominó que tiene la incertidumbre provocada por el conflicto en las inversiones y las dificultades que sufren nuestras empresas en el extranjero cuando Estados Unidos se convierte en el país más odiado del mundo—, los costes totales de la guerra de Irak suman, incluso siendo moderados, al menos dos billones de dólares. Y hay que añadir: hasta ahora. Es normal preguntarse qué habría podido obtener ese dinero si lo hubiéramos gastado en otras cosas. La ayuda estadounidense a toda África es de unos 5000 millones de dólares al año, el equivalente a menos de dos semanas de gastos directos en Irak. El presidente habló en tono dramático sobre los problemas económicos de la Seguridad Social, pero habríamos podido dejar arreglado el sistema durante un siglo con lo que hemos derramado en las arenas de Irak. Con que se hubiera dedicado una fracción de esos dos billones de dólares a invertir en educación y tecnología, o a mejorar nuestras infraestructuras, el país estaría en una situación mucho mejor para afrontar los retos que lo aguardan en el futuro, incluidas las amenazas procedentes de fuera. Con una mínima parte de esos dos billones de dólares habríamos podido garantizar el acceso a la educación superior para todos los estadounidenses con derecho a ello. 

El asombroso aumento del precio del petróleo está claramente relacionado con la guerra de Irak. La duda no es si es responsable, sino hasta qué punto. Hoy parece increíble recordar que, antes de la invasión, fuentes del Gobierno insinuaran no sólo que los ingresos del petróleo de Irak pagarían toda la aventura —¿acaso no habíamos obtenido jugosos beneficios de la guerra del Golfo de 1991?—, sino también que la guerra era la mejor forma de garantizar un petróleo barato. En retrospectiva, los únicos vencedores del conflicto han sido las compañías petrolíferas, los contratistas de Defensa y Al Qaeda. Antes de la guerra, los mercados de crudo preveían que el precio que tenía entonces el barril, entre 20 y 25 dólares, se prolongaría durante unos tres años más. Los operadores pensaban que habría más demanda de China y la India, sin duda, pero también predecían que para satisfacerla bastaría, en su mayor parte, con aumentar la producción en Oriente Próximo. La guerra trastocó el cálculo, no sólo porque interrumpió la producción de petróleo en Irak, sino sobre todo porque incrementó el sentimiento de inseguridad en toda la región e impidió futuras inversiones. 

La dependencia continuada del petróleo, tenga el precio que tenga, señala una herencia más de este Gobierno: no haber sabido diversificar las fuentes de energía de Estados Unidos. Dejemos aparte los motivos ecológicos para que el mundo deje de utilizar hidrocarburos; de todas formas, el presidente nunca ha mostrado que apoye esa campaña de manera convincente. Las razones económicas y de seguridad nacional deberían haber sido suficientes. Por el contrario, el Gobierno ha ejercido una política de «vaciar primero América», es decir, extraer del suelo estadounidense todo el petróleo posible y lo más deprisa posible, con el mínimo respeto imprescindible por el medio ambiente, hacer que en el futuro el país dependa todavía más del crudo extranjero y contar, contra toda esperanza, con que aparezca la fusión nuclear o algún otro milagro al rescate. La ley de energía aprobada por el presidente en 2003 contenía tantos regalos para la industria del petróleo que John McCain la denominó la ley de «Que ningún lobbista se quede atrás». 

Continuará

Notas

[21]           En marzo de 2007 Bernanke afirmó que «el impacto de los problemas del mercado de las hipotecas de riesgo en la economía y los mercados financieros parece contenido». Declaración de Ben S. Bernanke, presidente de la Junta de Gobernadores del Sistema de la Reserva Federal, ante el Comité Económico Conjunto, Congreso de Estados Unidos, Washington D. C., 28 de marzo de 2007. <<

[22]           El patrimonio de los hogares fue de 81 400 dólares en 2013, casi una vuelta a los 80 800 dólares de 1992. A los estadounidenses pobres les ha ido mucho peor: su patrimonio medio descendió de 11 400 dólares en 1983 a 9300 en 2013. Ver «America’s Wealth Gap between Middle-Income and Upper-Income Families Is Widest on Record», Pew Research Center, disponible en www.pewresearch.org<<

[23]  Desarrollé este tema en un breve artículo, «Bail-out Blues», The Guardian, 30 de septiembre de 2008. <<

[24]           Poco después de mi artículo en Time, me extendí sobre la necesidad de un estímulo amplio y bien concebido en un artículo «A Trillion Dollar Answer», The New York Times, 30 de noviembre de 2008. Reflexionaba sobre la insuficiencia del paquete de estímulos de Obama en otro, «Stimulate or Die», Project Syndicate, 6 de agosto de 2009. <<

[25]           Escribí sobre este tema en el contexto de la crisis del este asiático en El malestar en la globalización, Madrid, Taurus, 2002; Jason Furman (después uno de mis sucesores en la presidencia del Consejo de Asesores Económicos) y yo demostramos que esto seguía una pauta habitual en nuestro ensayo de 1998 «Economic Consequences of Income Inequality,» en Income Inequality: Issues and Policy Options (Actas de un Simposio en Jackson Hole, Wyoming), Kansas City, MO, Federal Reserve Bank of Kansas City, 1998, págs. 221-263. <<